LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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Las verdaderas riquezas

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Necesitamos recordar a diario lo que Jesús nos enseña sobre la verdadera riqueza que satisface el alma y alegra el corazón

Vivimos en una época de grandes avances tecnológicos, los cuales nos ofrecen variados servicios para el diario vivir. Por medio de la tecnología digital, especialmente de la Internet, disponemos de numerosos recursos para satisfacer distintas necesidades; pero si nos detenemos a observar cuidadosamente, muchas de ellas no son realmente tan imprescindibles como aparentan, pues, han sido creadas por el mundo del comercio y de la mercadotecnia. Así, nos llueven los ofrecimientos de artículos que supuestamente nos brindan comodidades y placeres, pero que demandan recursos económicos para adquirirlos. Es, entonces, cuando podemos caer en la tentación de comprar cosas, muchas veces sin tener claro el uso que les daremos, tan solo porque nos las ofrecen a precios más bajos y porque presuntamente nos proporcionarán una vida más cómoda.

De una forma u otra, todas estamos expuestas al ritmo demandante de una sociedad que busca la gratificación y el placer a cualquier costo, y podemos entrar en una carrera desenfrenada, por la que muchas transitan, acumulando bienes y riquezas con el fin de que la vida sea más feliz y dichosa. Pero, como hijas de Dios, compradas con el precio inestimable de la sangre de nuestro Señor, necesitamos recordar a diario lo que Él nos enseña sobre la verdadera riqueza que satisface el alma y alegra el corazón.

El apóstol Pablo le dice a su hijo en la fe Timoteo: “Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1ª Timoteo 6:6). La palabra “piedad” del griego eusebia, de eu, “bien”, y sebomai, “ser devoto”, muy usada por el apóstol Pablo en sus cartas pastorales, “es aquella actitud en pos de Dios, (que) hace aquello que le es agradable a Él” (W.E. Vine).

F.B. Hole, define la piedad como “el fruto de vivir y moverse con Dios, pues la piedad trae a Dios todas las cosas, de modo que todo es regulado en relación con Dios, y por eso la semejanza de Dios está estampada sobre aquellos que son piadosos”. Pero el apóstol nos dice que la verdadera ganancia no es tan solo ser piadosos, sino que esto se acompañe de contentamiento, como reflejo de la satisfacción del alma.

Cuando nuestros pensamientos y emociones están dominados por la plena seguridad de que nuestro buen Padre dirige con Su voluntad en cada asunto de nuestra vida, y todo cuanto nos ocurre lo vemos en relación con Su amor perfecto, el corazón queda tranquilo y satisfecho, aunque las circunstancias que nos rodean sean dolorosas y angustiantes, y no logremos comprender la razón de ellas. Es solo así que viene el contentamiento. No es un estado de resignación y aceptación pasiva de las cosas. Tampoco un estoicismo heroico de insensibilidad al dolor, las privaciones y el sufrimiento.

Este contentamiento no aparece de forma espontánea y automática, pues viene luego que el alma piadosa ha aprendido a conocer a su Dios como se ha revelado en la persona de Cristo. Y cuanto más un creyente crece en el conocimiento de Él, más venturoso será su camino aquí en la tierra. Cuando el apóstol escribía desde la cárcel en Roma a los filipenses, les decía: “He aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente; y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado…” (Filipenses 4:11b-12). Esto nos lleva a pensar que, en la escuela de la vida cristiana, hemos de aprender por experiencia lo que es el contentamiento.

Pablo, sin duda, recordaba su primera visita a Filipos. La cárcel y los cánticos que allí entonaba con Silas, con las espaldas laceradas y los pies aprisionados en el cepo de un calabozo (Hechos 16:24,25). Estaban aprendiendo en la escuela del Señor lo que es de gran ganancia. Mostraron su devoción a Dios por medio de la oración y su contentamiento al entonar cánticos en el dolor. Aunque otra vez estaba prisionero, nada podía quitarle su gozo, porque nada podía quitarle a Cristo. Lo mismo ocurría con su fortaleza: “Todo lo puedo -dice, pese a sus cadenas- en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).

A nuestro corazón natural le disgusta sufrir privaciones y necesidades, pero el amor que nos ha brindado las bendiciones es el mismo que permite aquellas, para que por medio de ellas aprendamos la dependencia absoluta del camino de la fe. Abraham es, en las Escrituras, el modelo de la fe; muestra el carácter del llamado divino, cuando al llegar a la tierra prometida habita allí como un extranjero y peregrino. Abandonó las cosas visibles por algo invisible. Mostró su piedad levantando un altar para la comunión con Dios, y su contentamiento fue tan solo el abrigo de una tienda temporal, pues… esperaba la ciudad que tiene fundamento cuyo arquitecto y constructor es Dios (Hebreos 11: 9,10).

La insistencia vana en adquirir algo que no tenemos y el descontento con las cosas presentes, nos puede llenar de abatimiento y desánimo para caminar en este mundo. Aprendamos a estar contentas no en los libros y en los consejos humanos, sino siguiendo el ejemplo que el Señor Jesús nos dejó, quien siendo rico se hizo pobre, para que nosotros fuésemos enriquecidos (2 Co. 8:9). Siendo el Rey del universo, no tuvo un lugar donde nacer, ni un palacio donde habitar, ni aun donde recostar su cabeza, y al morir, el lugar de descanso de su cuerpo fue una tumba prestada. Él nos recuerda: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15).

La codicia, un deseo excesivamente apasionado por las riquezas de este mundo, unido a la envidia hacia los que tienen más que nosotros, son pecados que entristecen al Espíritu, impidiendo que nos gocemos en la gracia de encontrar la toda suficiencia en Cristo. El apóstol nos recuerda que: “Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1ª Timoteo 6:7,8). Siempre estaremos satisfechas con lo que Él nos da, si Él mismo, el Dador (quien es el objeto de la piedad), llena plenamente nuestros corazones.

¡Oremos para que el señor nos de un corazón gozoso en la piedad!

Dioma de Álvarez