LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

La edad de oro: La humildad y el carácter cristiano

Print Friendly, PDF & Email

¡Cuidado! El pecado nos asedia diariamente, debido a nuestra carne no redimida

La virtud de ser humilde en la actualidad está degradada y menospreciada; a la persona que muestra un carácter humilde, la toman por apocada, pusilánime, cobarde o tonta. Porque hoy, el arrogante, el soberbio y el trepa es el admirado, y el que triunfa, porque es el perfil del ganador, y son los más buscados en el mundo de hoy.

Pero la verdadera humildad no la define el mundo ni sus variantes y engañosas filosofías, porque la humildad no es inherente al ser humano, sino que es fruto del Espíritu Santo en la vida de los redimidos por la obra de Cristo en la cruz.

Por tanto, es Dios en su Palabra quien nos enseña qué es la verdadera humildad, y cómo nos es dada a los que somos suyos.

La humildad es parte del fruto del Espíritu Santo, el cual ha sido dado a cada persona que ha venido a Cristo sabiéndose un miserable e indigno pecador, reconociendo que no merece nada, que no es digno de estar en pie delante del Dios justo, tres veces Santo, el cual, en su misericordia, proveyó de un poderoso Salvador, Su único y amado Hijo Cristo Jesús. El cual, cumplido el tiempo señalado por el Padre, se hizo carne en el vientre de una mujer, para vivir entre nosotros, como uno de nosotros, pero, sin pecado, para morir por mí y por ti que lees estas líneas.

Él es el único Hombre verdaderamente humilde que pisó esta tierra, Pablo lo define magistralmente en su carta a los filipenses, a la vez que nos da el mandamiento de imitarle: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús, el cual siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:5-8).

Pablo nos dice: “Haya, pues, en vosotros este sentir…”. Y Jesús dijo: «…aprended de mí que soy manso y humilde de corazón…» (Mt. 11:29).

¿Cómo aprendo a ser humilde? Lee una y otra vez los versos arriba escritos, medítalos en oración, hasta que en tu corazón reconozcas que no eres humilde, que te falta mucho para parecerte mínimamente a Aquel que te dice que aprendas a ser como Él es; lee, medita y estudia la Palabra, ora para que el Espíritu Santo produzca humildad en ti.

Lo contrario de ser humilde es ser orgullosa, soberbia, fatua, vana… el orgullo fue el pecado de Satanás; él quiso ser más que Dios, quien lo creó; se enorgulleció de su hermosura, belleza y rango; contaminó con su pecado a gran parte de las huestes celestiales; y las arrastró en su caída y en su misma condenación eterna.

Pablo afirma en su epístola a los Romanos el gran pecado del hombre, cuando dice: “pues habiendo conocido a Dios (por medio de su revelación en la creación), no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (Ro. 1:21).

En nuestro orgullo, nos apropiamos de la gloria que sólo a Dios le pertenece; el orgullo es fruto de nuestra carne caída, y es una ofensa para Dios, ante quien debemos reconocer con toda humildad y modestia, que sólo a Él debemos darle toda la gloria, la honra y el honor.

En su epístola a los Efesios, en sus primeros catorce versículos, Pablo enseña que fuimos adoptadas “para alabanza de la gloria de su gracia…  A fin de que seamos para alabanza de su gloria… Para alabanza de su gloria” (Ef. 1: 6, 12, 14).

La humildad nos es necesaria para reconocer nuestra miseria espiritual y, a la vez, la gracia y la misericordia de Dios, Santo y Justo, que nos soporta con paciencia y bondad, hasta concluir su obra en nosotras y llevarnos a su gloria. En todo esto, ¿qué aportamos tú y yo? Sólo nuestro pecado y desobediencia, porque, a pesar de haber sido salvadas, seguimos pecando contra la santidad de Dios. Necesitamos acudir diariamente al trono de la gracia, a través de nuestro gran sumo sacerdote, Cristo Jesús, en humilde arrepentimiento y adoración, para mantenernos limpias del pecado que nos asedia diariamente, debido a nuestra carne no redimida.

La verdadera humildad que es producida por el Espíritu Santo en la vida de aquellas que hemos sido redimidas y que anhelamos vivir en obediencia a su dirección, es la virtud de someterse de buen grado a todo sufrimiento que Dios nuestro padre permita en nuestra vida, para llevar a cabo sus propósitos redentores en las vidas de las personas que nos observan.

El apóstol Pedro en su primera carta, instruye claramente a los creyentes que estaban sufriendo persecución por causa de su fe, acerca de su manera de vivir, dando gloria a Dios por medio de su sufrimiento (él dice a los esclavos, los seres más bajos en aquella sociedad), pero también manda a los que son creyentes, diciéndoles: “Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos; no solamente a los buenos y afables, sino también a los difíciles de soportar… Mas si haciendo lo bueno sufrís y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:18,20-23).

Esta es la clase de humildad que cuando padece bajo presión, no maldice ni guarda rencor, sino que, como Esteban, el primer mártir de la iglesia cristiana, mientras era apedreado, “puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor no les tomes en cuenta su pecado” (Hch. 7:60).

“…Y todos sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo” (1 P. 5:5-6)

Pilar López de Corral