LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

La edad de oro: El síndrome de juzgar

Print Friendly, PDF & Email

¿Discernimiento espiritual o crítica destructiva?

Es el juzgar, un síntoma que se encuentra más de lo deseado en nuestras congregaciones y que, a menudo, daña las buenas relaciones que deben caracterizar al pueblo de Dios, llamado a ser luz y sal en la tierra.

Hay personas que se apropian el derecho de juzgar todo lo que no entra en sus esquemas; acostumbran a enjuiciar a todo aquel que no pertenece a su círculo o no piensa igual que ellas; actúan con parcialidad y malicia al prejuzgar las intenciones y los actos de los demás, creyéndose erróneamente en posesión de la verdad (su verdad).

Podemos reconocer en estas personas una poderosa inclinación a emitir juicios sobre asuntos que no les conciernen personalmente, y a disfrazar sus críticas de un amor cristiano que su propia actitud delata, ya que “el amor cubre multitud de pecados” (1P.4:8).

Pero lo más grave es que ni siquiera están juzgando conductas pecaminosas, sino que acostumbran a colocar sus prejuicios en lugar de los principios bíblicos, y las costumbres por encima de los mandamientos. Detrás de este tipo de celo difamatorio se esconde el espíritu de hipocresía que tan severamente condenó Jesús en la “élite” de los “espirituales” de su tiempo. ¿Cómo nos atrevemos a sacar la paja del ojo del hermano y no vemos la viga en el nuestro? ¡Cuántas veces intentamos arreglar la casa del vecino cundo la nuestra está desordenada!

Jesús advierte del peligro de hacer juicios a la ligera, al decir: “No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís os será medido” (Mt.7:1,2).

Por supuesto que este mandamiento del Señor no quiere decir que no tengamos discernimiento espiritual, pues Él mismo dice que “no demos lo santo a los perros, ni echemos nuestras perlas a los cerdos” (Mt.7:6).

Necesitamos ejercitar nuestro juicio para discernir entre lo “santo” y lo que no lo es, y un poco más adelante leemos que nos “guardemos de los falsos profetas” (Mt.7:15).

Quizá te preguntes cómo discernir entre los falsos y los verdaderos profetas si no juzgamos entre los unos y los otros. Igualmente, el Señor nos manda enfrentar al hermano que anda desordenadamente, y que su mal testimonio afecta no sólo a su vida, sino a la congregación. Pero también nos dice cómo hacerlo: con una actitud humilde y con mansedumbre, considerando nuestra propia debilidad, “(…) no sea que tú también seas tentado” (Gá.6:1).

Asimismo, Jesús nos enseña que “no debemos juzgar según las apariencias, sino con justo juicio” (Jn.7:24). Esto requiere de nuestra parte una disposición cristiana de amor, misericordia y comprensión, a la vez que una buena dosis de paciencia, mucha oración y discreción para poder ayudar y edificar a la persona que necesita ser restaurada.

¿Qué quiere decir, entonces, Jesús con el imperativo “no juzguéis”? Debemos tomarlo como una seria advertencia para no caer en actitudes condenatorias hacia los demás, para no emitir juicios a la ligera, carentes de un conocimiento ajustado a la realidad.

El Señor nos da tres razones muy significativas que apuntan a las graves consecuencias que recaen sobre quien posee un espíritu contencioso.

La primera razón es: “para que no seáis juzgados”. Esto nos recuerda la ley de la siembra y de la siega: “Todo lo que el hombre sembrare eso también segará” (Gá.6:7); y como dice el dicho popular, “el que siembra vientos, recoge tempestades”, lo cual significa que la cosecha superará con mucho a la siembra.

En el libro de Proverbios 17:14, leemos: “El que comienza la discordia es como quien suelta las aguas”. Así es la crítica hecha a la ligera; una vez que ha salido de nuestra boca, se desparrama como el agua, y por más que lo intentemos, es del todo imposible volver a recogerla. Al contrario, tras pasar de boca en boca se va haciendo cada vez más grande, como si de una bola de nieve se tratara, hasta el punto de no poder pararla. Por ello, el texto de Proverbios termina advirtiéndonos: “Deja, pues, la contienda antes que se enrede”.

Pero, ¿quién va a juzgar a quienes juzgan? Naturalmente que quien lo hará será el Señor, pues sólo Él es el Juez justo, el que pesa los espíritus, el que escudriña la mente y quien conoce las intenciones del corazón.

Las otras dos razones citadas por Jesús debieran servirnos de vacuna anticrítica: “Porque con el juicio con que juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que medís se os medirá”.

¿Quiere esto decir que, si juzgamos según las apariencias, criterios partidistas y sin misericordia, Dios hará lo mismo con nosotras? Ciertamente esta sería una mala interpretación del texto, pues Dios juzga según la verdad, no hace acepción de personas y es misericordioso. Pero, a su vez, por esta misma razón, no puede pasar por alto el pecado de sus hijos, y debe corregir y enderezar lo torcido. Somos nosotras, con nuestra actitud, quienes nos hacemos reos de su juicio y disciplina. Cabe aquí la siguiente pregunta: ¿Qué causas originan la crítica destructiva? El análisis detallado de las distintas motivaciones sería muy extenso de tratar. La causa principal y fundamental es el egocentrismo o, como lo llama Pablo, “los deseos de la carne”, que se manifiestan en celos, contiendas, disensiones y envidias (Gá.5:20, 21).

Por la Palabra de Dios y por la experiencia en la convivencia diaria, sabemos que podemos vivir como cristianos “carnales”, guiados y dominados por los deseos de nuestra vieja naturaleza; o bien como espirituales, guiados y controlados por el Espíritu de Dios, quien nos guía a juzgar rectamente, para la armonía y la paz, y a buscar el bien de los demás, pues Dios es un Dios de orden y no de confusión.

Siguiendo con la enseñanza de Jesús sobre la forma de ejercer juicio, en primer lugar nos es necesario sacar la viga de nuestro ojo, para ver la paja en el ajeno. En segundo lugar, nunca debemos basarnos en las apariencias para emitir un juicio, pues la mayoría de las veces son engañosas; siempre debemos ir a la persona en cuestión y preguntar por las razones de su actitud. En tercer lugar, tampoco podemos ejercer juicios sólo por la palabra de una persona; es necesario contrastar las cosas con dos o tres personas. Y, por último, nunca deberíamos permitir una crítica a espaldas de la persona objeto de ésta, de lo contrario, seremos tan culpables los que la consentimos como el que la hace.

El apóstol Pablo nos exhorta a ejercitar nuestra forma de pensar “en lo que es verdadero, en todo lo honesto, todo lo puro, todo lo amable, lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil.4:8). Según con lo que estemos alimentando nuestra mente, así serán nuestras conversaciones y actitud hacia los demás. Santiago nos recuerda que no podemos, con una misma lengua, bendecir a Dios y maldecir (“decir mal”) a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios, especialmente cuando son sus hijos y nuestros hermanos.

Si la sal no sala, ni la luz alumbra, ¿no será esta una causa del poco crecimiento en nuestras congregaciones?

Es cierto que “el amor cubre multitud de faltas”, por lo cual haremos bien en hacer nuestra la oración del salmista, y con corazón sincero y dispuesto a la obediencia, pedir a Dios: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Sal.139:23, 24).

Pilar López de Corral