Si el Señor me había dado un talento… ¿No lo estaba yo ocultando?
Fue en Francia (Sette), donde estábamos internados un grupo de niños españoles; allí empecé a destacar con la asignatura de dibujo. Se organizó una exposición y la edad mínima para participar era de 10 años. El profesor se acercó y me preguntó: ¿No quieres participar en la exposición? No puedo -le dije. ¡Tengo 9 años! Pero tú -dijo el profesor- estás en la clase de los mayores, así que, si te hace ilusión, participarás; escoge un tema. El dibujo a plumilla se me daba bien, y elegí el Arco del Triunfo de París. ¡Gané el primer premio!
La vuelta a España fue un hito para mí. En la frontera me cogieron la carpeta que yo llevaba bajo el brazo, con todos aquellos dibujos que, con tanto cariño, guardé para mis papás. Les pedí mil veces llorando que me las devolvieran, pero no lo hicieron. Por el altavoz me llamaban (nos habían dado a cada uno un número de identificación; yo tenía el 55, no se me olvidará jamás). Repetían el 55, pero yo no me movía; quería que me devolvieran mis dibujos… pero no lo hicieron. Con mi corta edad no pude asimilar tan gran injusticia.
En el viaje de Francia a España, sólo había capacidad en mí para pensar una solución: ¡Jamás volvería a pintar! ¡Nadie tendría ocasión de quitarme ni un solo dibujo, porque no lo haría!
Pasaron los años, me casé; por supuesto, ayudaba a mis niños en sus deberes de dibujo, pero nada más.
Durante unas fiestas navideñas yo estaba comprometida con una casa de música, y como mis hijos tenían vacaciones escolares, me los llevaba cada día. Con mi hija Eunice no había problema, era toda una mujercita, el problema era mi hijo. David tenía una vitalidad tremenda, pero tuve una idea: al niño le gustaba el dibujo, le compré todos los materiales propios de pintura e incluso la sillita. Yo le aconsejaba que se pusiera al lado de algún pintor, siempre que no se molestara el señor; en los alrededores de la catedral hay muchos artistas pintando, y este era el marco en el que nosotros estábamos.
Un día apareció mi David con un señor por la tienda. Lo primero que pensé es que el niño le había podido molestar, pero el señor me sacó pronto de dudas: “¿Sabe usted que su hijo dibuja muy bien? ¿Se ha dado cuenta de los rasgos que tiene con el lápiz? Mire… yo, soy profesor, tengo una Academia de Dibujo, y no crea usted que lo que quiero es un alumno más; pues si usted me trajera al niño a mi escuela, yo le voy a enseñar gratis. Mire, aquí tiene la tarjeta. He estado mirando los apuntes que lleva en la carpeta…”. Me puse muy contenta; el señor iba sacando y escogiendo entre los dibujos, pero toda mi alegría se fue, ¡todos los que me enseñaba eran apuntes míos! que yo le había hecho al niño para guiarle en cómo tenía que hacer. Le di las gracias y nos despedimos. Yo no quise hacer ningún comentario al respecto.
Aquel acontecimiento venía una y otra vez a mi mente; como cristiana y temerosa de Dios, empezaban a surgir dudas. ¿Quería el Señor mostrarme algo? Si el Señor me había dado un talento… ¿No lo estaba yo ocultando? ¿Por qué? Recordaba la carpeta de mi niñez, y mi propósito de no volver a pintar… ¿Era eso lo correcto? Estaba hecha un lío; le pedí al Señor que me ayudara a resolverlo, y Él lo hizo.
Unas amigas mías hacía tiempo que me llamaban para que me matriculara con ellas en unas clases de la Diputación de Barcelona, pero mi respuesta siempre era la misma: No. Por aquellos días volvieron a llamarme, insistiéndome que ellas se cuidarían de todo (era muy difícil conseguir una plaza). Me vino una idea y contesté: “Si hay plaza de pintura, sí”.
Al día siguiente me llamaron: “¡Anna, puedes estar contenta! Hemos logrado un número para pintura. ¡La única plaza que había vacante!
¡Cuántas horas pasé orando al Señor! ¿Era realmente Su voluntad? ¿Debía matricularme? Si lo hacía, era un trabajo más, y un esfuerzo tremendo por mi parte, pues ¡siendo para el Señor tenía que hacerlo bien!
Pasaron los 5 años reglamentarios. La profesora me aconsejó que no lo dejara, y que me matriculara en LLotja, 1ª Escuela Oficial de Arte y Oficios. Fui para que me informaran y salí (casi sin saberlo) con una papeleta de examen.
Me presenté, había muchísima gente. Recuerdo una anécdota: se me acercó el bedel y me dijo que por favor levantara el papel que yo había puesto para proteger el dibujo que estaba haciendo con ceras y pastel. Lo hice y le comenté que era para no ensuciar el trabajo. “Creía que copiabas”, me contestó. ¿Cómo has hecho los otros exámenes? No muy bien le contesté, el concepto tenía poca gracia. Al día siguiente, me quedé de una pieza al comprobar que no era un bedel, sino que estaba en el tribunal y además era el catedrático de Bellas artes de la Universidad de Barcelona.
Acabados los exámenes, nos dijeron cuándo estaría la lista de aprobados en la pizarra.
Para mí empezó un tiempo difícil. Había temor de no pasar el examen. ¿Cómo reaccionaría? Oraba al Señor que Él me ayudara, pero pasaban los días y yo no iba a recoger las notas. Era el último día y comprendí que no podía ser cobarde, el Señor tenía un propósito para mí, y si no aprobaba, debía aceptarlo también.
Recogí la papeleta y ¡estaba aprobada! Pero había tardado tanto que solo quedaba un día de matrícula abierta. De todos los papeles que necesitaba, no tenía ni uno. Fui al colegio en el que había estudiado, y me enteré de que mi profesor había muerto. Intenté en otra escuela que también había estudiado, demasiado tarde, era viernes y la oficina estaba cerrada. Pasé lo inexplicable, solo me quedaba la tarde. ¿Señor, qué quieres que haga? El Señor me mostraría su poder.
En horario de oficinas fui a matricularme. Veía cómo muchos compañeros salían sin matricularse por falta de papeles… Sin fuerzas me acerqué a la ventanilla, con solo mi carnet y unas fotos. Con un hilo de voz le dije: “Por favor, matricúleme. El lunes le traeré los papeles necesarios”. Me dijo que no y le insistí, pero no quería comprometerlo, había llegado el fin. “Señor, ¿puedo tener mayor confirmación? Si es tu voluntad, tu mano lo resolverá…
Tal vez no lo entiendan todos, pero siempre pensé que nuestra vida diaria y espiritual van ligadas y están en las manos de Dios. Recordé la historia de Alberto Durero, cuando entró al estudio donde vivía con su amigo y hermano en la fe. Los dos eran pintores, pero uno de los dos tenía que trabajar para poder subsistir, y cada día salía uno a buscar trabajo. Durero había estado toda la mañana sin conseguirlo, y fue cuando al entrar al estudio y viendo a su amigo de rodillas con las manos en posición de oración, que se apresuró a dibujarlas. Tuvo tiempo de acabar su dibujo, pues el otro seguía orando, cuando se levantó le preguntó si hacía mucho rato que estaba allí. “Sí”, contestó Durero, “el suficiente para pintar tus manos”. El compañero las vio… Durero le preguntó: ¿Qué petición era la tuya que no te has dado cuenta de mi presencia? Pedía una respuesta, y viendo estas manos sé que el Señor me ha contestado: Tú pintarás y yo trabajaré. Creo que el mundo entero conoce las manos de Alberto Durero.
Todos estos pensamientos se agolpaban en mi mente… “Espera en Él, y Él hará”.
“Bueno, mira, no te olvides el lunes de traerme los papeles sin falta, y tampoco le digas a nadie que te hice la matricula…” ¿Estaba soñando? ¿Era cierto lo que oía? ¡Aquel hombre me había matriculado! Cuando salí a la calle, las lágrimas corrían por mis mejillas ¡El Señor había contestado mis oraciones y me había demostrado una vez más Su poder!