Dios te habla a través de la Biblia, ¡escúchale y obedécele!
Del sin número de promesas verdaderas y ciertas que Dios, nuestro Padre, nos ha dado en Cristo, en el gran capítulo ocho de la carta del apóstol Pablo a los Romanos, sobresalen dos verdades inamovibles que descansan en la victoria de la obra de la cruz, realizada por Cristo Jesús, Dios hecho Hombre, por amor al hombre, amor que gozamos los que a través de los tiempos pasados presentes y futuros, ponemos nuestra confianza en Él, para el perdón de nuestros pecados y la salvación de la condenación eterna.
Sabemos por la historia bíblica que, desde el principio de la creación, Dios tiene un feroz enemigo empeñado en arruinar toda obra del Dios eterno y creador, y para ello usa a quienes somos la joya de la creación, al hombre y a la mujer, creados a la imagen y semejanza de Dios, con el mandato de gobernar sobre todo lo creado como sus representantes en la tierra, en un ambiente de perfecta comunión, confianza y obediencia con nuestro Hacedor. El libro de Génesis nos relata la historia de la tentación de la serpiente a Adán y a Eva, tergiversando el mandato de Dios acerca de no comer de cierto árbol del jardín del Edén. Desde entonces, todos los que queremos vivir por fe y en obediencia a Dios, sufrimos la oposición, encubierta a veces y abierta otras, del enemigo de Dios, y por consiguiente adversario de todos aquellos que somos sus hijos por la fe en Cristo.
Este enemigo es denominado en la Biblia con varios nombres, entre otros: Satanás, diablo, mentiroso y padre de mentira, la serpiente antigua y el acusador, en cuyo papel destaca en el libro de Job, acusándole de temer y amar a Dios por el interés de las riquezas y todo cuanto Dios le había otorgado. También en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, es llamado el acusador. Pedro, en su primera carta, nos advierte acerca de vivir vigilantes por causa de nuestro adversario, el Diablo, que anda al acecho buscando a quien devorar (1 P. 5:8).
Pero, la victoria sobre este enemigo no está en nuestro poder, sino en el poder del trino Dios, quien llevó a cabo la obra de nuestra salvación, preparada desde antes de la fundación del mundo, revelada y llevada a cabo por la persona de Cristo Jesús, en su venida en carne a este mundo, quien la consumó bajo la autoridad del Padre, y en el poder del Espíritu Santo.
Dios, por medio del apóstol Pablo, cimenta dos verdades absolutas, poderosas y ciertísimas, acerca de la segura salvación de quienes hemos creído y confiado en la obra de la cruz para el perdón de nuestros pecados.
Primera: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica” (Ro. 8:33). Satanás es el gran acusador, y el instigador de toda mentira en contra de los escogidos de Dios. Es el gran tentador, como lo hizo con el mismo Hijo de Dios a lo largo de su ministerio en la tierra, con el propósito de impedirle cumplir con su obra de salvación, por medio de la cual Dios nos justifica “… y declara justos a los que son de la fe de Jesús” (Ro. 3:26), los cuales hemos sido declarados sin culpa, libres de condenación por toda la eternidad: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:1).
Si somos creyentes genuinas, tenemos al Espíritu Santo morando en nosotras. “En él (Cristo) también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa” (Ef. 1:13). No que ya seamos perfectas en la práctica, sino que Dios nos ve a través de Cristo, quien sí es Santo y sin mancha, y en su santidad hemos sido santificadas y apartadas para Dios, con el propósito de que le glorifiquemos a través de nuestras vidas, en medio de un mundo incrédulo y apartado voluntariamente de Él. Para todo ello, el Espíritu Santo nos capacita, ayuda y guía mediante el conocimiento de la Palabra inspirada y revelada por Dios, la cual es “…útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia…” (2 Tm. 3:16-17).
¿Vives centrada en la Palabra de Dios? ¿Es ella tu alimento espiritual diario? ¿Meditas en sus enseñanzas con oración y disposición a obedecerla? Dios te habla a través de ella, ¡escúchale y obedécele!
Segunda: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:34). ¿Quién puede declarar culpable y sentenciar a castigo a aquel por quien Cristo murió, a quien justificó y perdonó en base a su muerte expiatoria? La respuesta es, ¡nadie!
Más aún, dice el apóstol, el que también resucitó, lo cual prueba que el Padre aceptó el sacrificio de su Hijo, y por ello tiene el poder de justificar a todos los pecadores que se arrepienten y confiesan sus pecados, los cuales reciben el perdón y la promesa de vida eterna junto a Él.
El que además está a la diestra de Dios; la diestra es símbolo de poder y autoridad, y de ahí en adelante fue puesto “…sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo…” (Ef. 1:21- 23).
El que también intercede por nosotros. Tan cierto como que somos salvadas de la condenación eterna por medio de Cristo, igualmente es cierto que estamos en el proceso de ser perfeccionadas a la imagen de Cristo nuestro Salvador, por ello necesitamos un intercesor, un abogado, que nos defienda, porque seguimos siendo pecadoras y fallamos muchas veces y de muchas maneras. El apóstol Juan en su primera carta asegura que “…si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn. 2:1).
La palabra de Cristo es segura y rotunda al asegurar: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen; y yo les doy vida eterna, y jamás perecerán, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. El Padre y yo uno somos” (Jn. 10: 27-30 LBLA).
Medita en estas verdades seguras, créelas, afírmate y descansa en ellas, para fortalecerte contra las dudas que el enemigo y todas las filosofías de este mundo caído están imponiendo, para desdicha de quienes rechazan a Dios y su Palabra.