LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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¿Ver para creer? ¿Creer para ver?

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¡Es mejor creer para ver cumplirse en el mundo, la Iglesia y nosotras mismas, individualmente, Sus estupendas promesas! 

Al releer Marcos dieciséis volvió a sorprenderme la dureza de corazón mostrada por los discípulos, aun teniendo base firme para la fe, debido a los años de “increíbles” experiencias junto al Señor. En realidad no debía extrañarme, pues en algún momento hemos oído a creyentes implorar: “Señor, ayuda mi incredulidad”.

En situaciones críticas, a algunos cristianos la fe en el Señor se les viene abajo, y no sólo dudan de Su poder, sino que se enfadan con Él, y, acribillados de dudas, pierden la paz gustada un día en Su presencia. Conozco un caso.

En estas ocasiones han de volver a la Palabra de Dios, recordar las verdades eternas y recuperar el aliento perdido ante la perplejidad: “¿Ha olvidado Dios el tener misericordia? ¿Ha encerrado con ira sus piedades?” (Sal.77:9). Eso hizo el Salmista en igual situación, y exclamó al fin recordando las obras de Dios: “¿Qué Dios es grande como nuestro Dios? Tú eres el Dios que hace maravillas” (vv. 13,14). Eso hemos de hacer nosotras.

Necesitamos vivir asidas a la Palabra de vida. Acudir a ella reafirma la fe y nos confirma en la certeza de estar en el Dios verdadero, perfecto, justo y recto: la Roca (Dt.32:4).

Por las Escrituras reaccionamos, retornamos a la realidad, nos volvemos a situar en Él. Entonces… entonces respiramos hondo, resurgimos, nos elevamos tonificadas por la Vida. Entonces somos fuertes para confiar en medio de la tribulació

En Marcos dieciséis Jesús ha resucitado, pero los discípulos no lo creen.  Cuando María Magdalena les lleva la buena noticia, los halla profundamente entristecidos. ¡Qué palo! El poderoso Señor, “el Hijo del Dios viviente”, ha muerto al fin a manos de sus enemigos. Abatidos en extremo, posiblemente piensen: “¿Por qué así?”. Y lloran desconcertados, pero sin atreverse ninguno a pensar en las múltiples ocasiones en que les reveló que le era necesariopadecer muchas cosas, ser desechado por los “grandes” de Su nación, ser muerto y resucitar al tercer día… ¿Cuántos habían pasado ya? ¡Y echar a correr hacia el sepulcro!

La muerte del Pastor los dejaba en aterradora soledad en medio de la multitud incrédula. ¿A quién ir ahora? Aturdidos, desconfiaron de María que les dijo: ¡El Señor vive! ¡Ha resucitado! Lo he visto y tiene estas palabras para vosotros: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.

El mismo día, dos de los discípulos, cuyos motivos para ir a Emaús desconocemos, regresaron de allí presurosos, afirmando haber visto al Señor en el camino. ¡Lo habían reconocido “al partir el pan”! Y ni aun a ellos creyeron.

Repasar las obras y palabras del Señor, recurrir a las Escrituras frecuentemente mencionadas por Él, y cuyo cumplimiento, en relación con la Persona del Mesías, vieron con detalle en Su vida y ministerio, les habría llevado a esperar gozosamente unidos Su gloriosa resurrección al tercer día… Pero lloraban.

Finalmente -¡Ver para creer!- se apareció a los once mismos, y hubo de reprocharles su incredulidad y dureza de corazón por dudar de quienes lo habían visto resucitado, tal y como nos sucede cuando, afligidas por diversas pruebas, olvidamos el sinfín de promesas que son “Sí” y “Amén” en el Señor. Promesas que, creídas de corazón, son las agarraderas en las que nos asimos a Él.

Tras el torbellino de emociones: espanto, temor, turbación, asombro y gozo al fin, viendo ante ellos lo que sus ojos no podían creer, se deleitaron contemplando cómo el Señor comía un trozo de pescado y un panal de miel, y oyéndole decir: Así está escrito y así fue necesario que el Cristo padeciera y resucitara de los muertos al tercer día; y que se predicara en Su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados (…)

La eterna salvación del ser humano había de llevarse a cabo con el mensaje de que Dios no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros y que, con Él, nos dará cuantas cosas necesitemos para ser más que vencedoras en la carrera cristiana.

Así que, lo que hubieran podido tomar por derrota, resultó en colosal triunfo. Lo anunciaron los profetas: El varón de dolores, experimentado en quebranto, cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá descendencia, vivirá por largos días (…) (Is.53:10).

La resurrección de Cristo – primicias de una magnífica cosecha- asegura nuestra propia resurrección: pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad, cosa que ocurrirá, y tras la cual se cumplirán las palabras de Oseas (13:14): ¡Sorbida es la muerte en victoria! Cristo anuló la sentencia de muerte a la que nos condenaba la ley, y la quitó de en medio clavándola en la cruz. Y despojó a los principados y a las autoridades (…) triunfando sobre ellos en la cruz” (Col.2:15). ¡Una cruz para vencer! Por medio de la muerte -en ese vil lugar- destruyó al que tenía el imperio de la muerte, el diablo (He. 2:14).

La confirmación de Su victoria: la resurrección. Cuarenta días después Dios exaltó a Cristo con Su diestra por Príncipe y Salvador (Hch. 5:31), y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades (1P.3:22), y en la divina presencia intercede por nosotros. ¡Nos queda asegurada, pues, la victoria sobre los enemigos ya vencidos en la cruz! El apóstol Pablo lo confirma: Gracias a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo (1Co.5:57). E insiste: (…) que nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús (2 Co.2:14). Por medio de, y en, Cristo.

¿Lugar para la desconfianza? ¿Ver para creer lo que tan fidedignamente consta en las Sagradas Escrituras? ¿O mejor creer para ver cumplirse en el mundo, la Iglesia y nosotras mismas individualmente Sus estupendas promesas? 

Hay, sí, una virtud clave: la fe. A los que creen les suceden cosas. Estos son los que creen, ¡y ven!

Gloria Rodríguez Valdivieso