LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Print Friendly, PDF & Email

Tenemos la concesión de sufrir por amor a Cristo y a Su iglesia

Pablo, escribiendo a los filipenses, dice: “Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (1:29).

La salvación eterna es un regalo, un regalo inigualable e inalcanzable por nosotras mismas, y que fue muy costoso para Jesucristo, el Hijo de Dios. Él fue el cordero, la víctima propiciatoria que murió en el lugar de los pecadores; Él era santo y sin mancha, sin tacha alguna, era puro y sin pecado, y, sin embargo, sufrió la justa ira de Dios, su Padre, en lugar de nosotros, que reconocemos nuestro pecado, nos arrepentimos sinceramente, y suplicamos a Dios su perdón en el Nombre de su Hijo y en base al sacrificio expiatorio consumado en la cruz y ratificado por la resurrección.

¡Qué glorioso don de salvación! y tantas bendiciones que recibimos a diario por medio del estudio de la Palabra, la comunión con el Padre, y también con nuestros hermanos a través del servicio cristiano, mediante los dones que hemos recibido por Su gracia y en el poder del Espíritu Santo, con los cuales Dios a equipado a su iglesia para un crecimiento espiritual, santo y fructífero en alabanza a Él. 

Pero, al mismo tiempo, tenemos la concesión de sufrir por amor a Cristo y a Su iglesia, a causa del pecado y del enemigo que se opone a todo y a todos los que queremos vivir y caminar según las enseñanzas y la voluntad de nuestro Dios. Pablo mismo, cuando escribió las palabras que encabezan este artículo, estaba sufriendo, prisionero en la cárcel por predicar el evangelio. Él sabía por experiencia propia el precio de ser fiel a Jesucristo, quien lo había llamado a predicar Su evangelio de salvación a judíos y a gentiles. Pablo sufrió el desprecio y el maltrato, en muchas ocasiones, tanto a mano de los de su nación (los judíos) como a mano de los gentiles, sin olvidar sus padecimientos causados por muchos llamados cristianos, pero que se avergonzaron de sus prisiones debidas a su fidelidad al llamado que había recibido de Jesucristo, los cuales le abandonaron y le dieron la espalda cuando más los necesitaba. Sin embargo, él se mantuvo fiel, confiando en Cristo y sus promesas.

Pablo tenía muy presente el ejemplo de su Maestro, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:6-8).

Nuestro Señor Jesucristo ya nos previno, con anticipación, a sus discípulos de entonces, y a cuantos le seguiríamos a través de los tiempos hasta que vuelva, diciendo: “El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre…” (Jn.15:20-21).

Podemos decir que hay sufrimientos en este mundo que son comunes a todos los mortales, producto esto de la caída y del pecado que lo contaminó y lo corrompió todo, en especial el corazón y la mente humana. El causante de todo ello, Satanás, sigue con obstinación su plan de cegar la mente de los impíos pecadores y aborrecedores de Dios, endureciendo su corazón de tal manera que no quieren oír nada acerca del Evangelio de Cristo. 

Con la misma obsesión, persigue a sus molestos enemigos, los que seguimos y servimos a Cristo, Su iglesia, la cual desde su nacimiento y a lo largo del tiempo ha sufrido y padecido en diferentes países y en diferentes épocas por causa de su fe en su Señor; todavía, muchas de nosotras en España y otros países supuestamente “libres”, sentimos la intolerancia y el desprecio por predicar el evangelio.

Estamos viendo ya que los padres, en muchos lugares, se ven en serios problemas por no querer dejar adoctrinar a los hijos según las “políticas” de turno; médicos que en conciencia se niegan a practicar el aborto, son relegados o despedidos; maestros que no quieren promover o imponer los nuevos conceptos  de familia, sino que aceptan la sexualidad que Dios en su soberanía concede a cada ser que nace, son apartados; o la destitución o encarcelamiento de jueces y pastores que se niegan a casar a personas del mismo sexo porque su fe, su conciencia y sus convicciones se lo impiden. Todo esto ya está aconteciendo en lugares que presumen de respetar las libertades individuales. Pero, Dios nos manda no acomodarnos a los vaivenes y prácticas corruptas de este mundo caído y perverso.

Pablo, escribiendo a los colosenses, dice: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (1.24).

Pablo sufría, aunque con gozo, por amor a Cristo y a su iglesia; y no es que tuviera que añadir nada a los sufrimientos expiatorios de Cristo, sino que, todo el odio y la animadversión que ahora los enemigos de Cristo no pueden verter sobre Él, lo hacen sobre sus seguidores, la Iglesia. Por ello Pablo soportaba el sufrimiento: por amor a la Iglesia y a Cristo, el Señor de la Iglesia; y lo hacía con gozo. 

Poco antes de dar su vida por su Maestro, Pablo escribe a su amado discípulo Timoteo su segunda carta, en la cual le exhorta a mantenerse fiel al llamado que ha recibido de predicar y enseñar la Palabra, en medio de una sociedad hostil a la sana doctrina: “Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Tm. 4:5). 

Que estas palabras produzcan en cada una de nosotras el deseo fervoroso de ser mujeres instruidas, guiadas y animadas por la Palabra, y confiadas en las promesas de nuestro buen Padre Dios; para mantenernos firmes en Él, con el deseo de glorificar su Nombre con nuestra vida, soportando con gozo y toda paciencia las pruebas que puedan venir por predicar con fidelidad su Evangelio. Y que al final de nuestros días podamos decir con el apóstol: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día…”  (2 Tm. 4:7-8). 

Pilar López de Corral