¡Hoy podemos ser mejores que ayer!
Se pone nombre a todas las conductas que se salen de lo normal, pero no se da solución permanente…
Se identifican y magnifican todos los problemas, pero se huye del necesario esfuerzo que traería la solución para ellos…
Y casi sin darnos cuenta, seguimos estas tendencias de nuestra sociedad en vez de pensar en todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; en si hay virtud alguna o algo digno de alabanza (Filipenses 4:8). Consiguiendo así estar tristes, desmotivados, cansados y desilusionados.
Una de estas conductas que se identifican y a la que se ha puesto nombre, es el perfeccionismo. Se lo considera un rasgo negativo, una conducta errónea y malsana, y ciertamente, al leer su definición, vemos por qué: “Tendencia a mejorar indefinidamente un trabajo sin decidirse a considerarlo acabado”. Es cierto que lo que se deriva de la segunda parte de la definición, esa indecisión y falta de criterio, puede ser un problema… Sin embargo, y como reza un refrán anglosajón, “no podemos tirar el agua de la bañera con el niño dentro”.
Aunque el perfeccionismo puede ser un problema, el perfeccionar es ciertamente una virtud. Porque perfeccionar es “acabar enteramente una obra, dándole el mayor grado posible de bondad o excelencia”. ¿Por qué, entonces, las directrices sociales actuales parecen atacar este comportamiento, esta manera de vivir? Quizás porque es lo que Dios propugna…
El perfeccionarnos es precioso, útil, sensato, práctico y, sobre todo, ¡algo que nuestro Dios desea y exige de nosotros! Pero, a nosotros, parece que nos gusta identificarlo con el perfeccionismo… porque nos conviene. Para excusar nuestra falta de excelencia y perseverancia, repetimos que “no hay nadie perfecto”, lo cual es una verdad a medias, y nos agarramos a esta afirmación para evitar, para rehuir el esfuerzo que conlleva el aspirar a la perfección.
¿Qué dice la Biblia en cuanto a este tema?
A todos se nos llena la boca al hablar del amor de Dios, que todo lo cubre y que algunos erróneamente piensan que anula o hace desaparecer los conceptos de juicio o disciplina, pero ¡es al pensar en estos conceptos cuando realmente podemos atisbar la magnitud y grandeza del amor de Dios! Si en los designios de nuestro Creador no hubiese justicia o disciplina, Su amor no sería tan sorprendentemente maravilloso…
Pero volviendo a lo que nos ocupa, leamos lo que nos dice el Señor Jesús en el Sermón del Monte: Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mateo 5:43-48).
El propio Señor Jesús nos insta, nos pide imperativamente que seamos perfectos, porque esa es una de las cualidades de nuestro Dios, y Él desea que le imitemos en esto. Pero, ¿qué significa realmente ser perfecto? Pues “que tiene el mayor grado posible de bondad o excelencia en su línea”. Nosotros tenemos que ser lo más buenos posibles, debemos de actuar con la mayor excelencia posible… como seres humanos que somos, en nuestra línea. No podremos llegar a la perfección de Dios, porque Él está en otra línea, pero sí debemos esforzarnos por ser el mejor ser humano que podamos ser. La palabra “perfecto” en griego (téleios), deriva de “telos” que significa “objetivo, o meta, o límite”. Por tanto, significa “alcanzando el objetivo, lo completo, lo maduro”. Así pues, y cito, “esta clase de perfección consiste en una intención o actitud básica del creyente más que en una absoluta ausencia de pecado. Esto es perfectamente posible para los creyentes que, por la fe, reciben de Él la gracia de mantener esa actitud bondadosa y un deseo sincero de lograr lo bueno para otros”.
El amor y la perfección van de la mano. Si no nos perfeccionamos, no llegaremos a amar como debiéramos. Es un proceso, sí, pero podemos conseguirlo; si no fuera así, nuestro Señor no nos lo pediría. Por tanto, ¡no pongamos excusas! Porque se nos pide que seamos perfectos y se nos dan los medios para ello.
El apóstol Pablo en 2ª Corintios 13:11 dice: “Por lo demás, hermanos, tened gozo, perfeccionaos, consolaos, sed de un mismo sentir, y vivid en paz; y el Dios de paz y de amor estará con vosotros”. Y en el capítulo 4 de Efesios escribe: “a fin de perfeccionar a los santos (…) hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (vv.12,13). Los apóstoles entendieron este concepto de perfección que Dios exige de nosotros. Entendían que era un camino, un proceso, pero que con la ayuda de Dios se podía completar, podemos llegar a la meta, pero para hacerlo no podemos dejar de andar, de acercarnos cada vez más, de perseverar… Y si comenzamos con esa actitud derrotista de “nadie es perfecto”, dudo mucho que lo podamos conseguir. ¡Hoy podemos ser mejores que ayer! Podemos amar más y mejor, a los que nos atacan, en vez de sólo a los que nos ensalzan. Podemos ser más fieles a la verdad, enfrentarnos con corazones limpios a lo que esta complicadísima vida nos traiga, porque Dios está con nosotros, nos guía (si le cedemos las riendas), nos sostiene (si nos apoyamos en Él). “Dios es el que me ciñe de poder, y quien hace perfecto mi camino” (Salmos 18:32), el rey David lo sabía… y nosotros también.
Así que no tenemos excusa en esta lucha por la perfección. Acabemos la obra, perseveremos, no nos estanquemos. Pensemos que no se nos ocurriría parar y dejar a medias nuestra preparación para ir a una celebración; no nos presentaríamos con un buen vestido pero sin peinarnos o con un solo zapato. Del mismo modo, no podemos conformarnos con vivir una vida cristiana a medias, sin excelencia, sin esforzarnos por ser lo mejor que podemos ser, en todos los contextos que podamos, y con todos aquellos que nos encontremos. Queridos, ¡que la advertencia a Sardis no se pueda aplicar a nosotros!: “Sé vigilante, y afirma las otras cosas que están para morir; porque no he hallado tus obras perfectas delante de Dios” (Apocalipsis 3:2).