El autor sintió una inmensa gratitud por el regalo que supone la cruz de Cristo…
1. Junto a la cruz, do murió el Salvador,
por mis pecados clamaba al Señor.
¡Qué maravilla! ¡Jesús me salvó!
¡A su nombre, gloria!
(Coro) ¡A su nombre, gloria! ¡A su nombre, gloria!
¡Qué maravilla! ¡Jesús me salvó!
¡A su nombre gloria!
2. Junto a la cruz recibí el perdón,
limpio en su sangre es mi corazón.
Llena es mi alma de gozo y paz;
¡a su nombre, gloria! (Coro)
3. Junto a la cruz hay el manantial
de agua de vida, cual puro cristal.
Mi sed allí Cristo pudo apagar;
¡a su nombre, gloria! (Coro)
4. Ven sin tardar a la cruz, pecador,
donde te espera el gran Redentor.
Allí de Dios hallarás el amor;
¡a su nombre, gloria! (Coro)
Muchos himnos, como el elegido para comentar en esta ocasión, expresan la realidad de cómo, cuando invocamos el sacrificio de Cristo en la cruz, somos perdonados y limpiados, somos liberados del pecado y el Espíritu de Dios viene a morar en nosotros; ¡asombroso misterio! Él nos lleva a Su familia y Él nos mantiene limpios. Y habiendo experimentado esto, nuestro corazón no puede por menos que exclamar, tal como lo hizo el autor de este poema: ¡Qué maravilla! ¡Jesús me salvó! ¡A su nombre, gloria!
Es curioso que una cruz que implica muerte, simbolice vida para el cristiano; porque es en el reconocimiento de la muerte vicaria de Cristo en la cruz, donde verdaderamente se inicia la vida espiritual del cristiano, su viaje hacia la Patria Celestial.
Se dice que el autor del poema, Elisha A. Hoffman, estaba leyendo en la Biblia pasajes sobre la cruz de Cristo, y sintió tanta gratitud que quiso darle a Dios toda la gloria y honor por este regalo. Y así compuso este precioso poema.
Un capítulo muy importante en “El Peregrino”, la magnífica obra alegórica de la vida de un cristiano, escrita por John Bunyan, es el que narra el viaje desde el momento en que siente las primeras inquietudes espirituales hasta que llega a la puerta angosta. Este es el objetivo indispensable, señalado por el Evangelista, por el que hay que pasar para proseguir hacia la patria Celestial. Cristiano va cargado con un enorme peso -sus pecados-, y ese peso le agota y casi no le deja caminar. Pasando por esa puerta acaba llegando a una cruz, y es precisamente entonces cuando se le cae el enorme peso que llevaba con él. Sus pecados han sido perdonados y han sido enterrados en un sepulcro. Ahora puede andar con la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Claro que esa recién adquirida libertad será atacada desde distintos ángulos, por lo que ha de estar alerta ante cualquier enemigo que le distraiga del camino emprendido hacia la Patria Celestial.
El autor del poema siente, como Cristiano, el peso de su pecado. Ha llegado a la cruz y sabe que ese es el lugar donde Cristo pagó el precio del rescate por nuestros pecados. Y es allí, y solo allí, donde recibe respuesta. Su carga desaparece, se siente ligero y libre, por lo que no puede por menos que exclamar asombrado: ¡Qué maravilla, Jesús me salvó!
El perdón se recibe junto a la cruz, como señala la estrofa segunda, ya que Cristo nos “amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1: 5,6). Esta liberación le hace experimentar una gran paz y profundo gozo y alegría. Es allí donde, además, encuentra un manantial espiritual de agua pura, cristalina, que corre libre dispuesta a apagar la sed de quien la beba. Esa es el agua que sacia definitivamente.
Finalmente, en el poema se invita a cualquiera que aún no ha encontrado la cruz, que no ha experimentado el perdón y, por tanto, tampoco ha saciado la sed, a que acuda a Cristo. Él es el gran Redentor que llena los corazones de amor.
El autor de la letra fue Elisha A. Hoffman, un norteamericano cuyos padres eran alemanes emigrados. Nació en Pensilvania en 1839, y se crio en una familia cristiana, siendo su padre un predicador.
Cada día, por la mañana y por la tarde, la familia se reunía para tener un tiempo de culto familiar. Durante el mismo, se entonaban himnos, en ocasiones durante más de una hora. Nadie de la familia tenía instrucción musical, pero el amor por la música era patente. Por imaginar, imagino que en ocasiones al pequeño Elisha o a sus hermanos les hubiera gustado hacer otras cosas, pero él encontró un gusto especial por la música. Por ello, de manera totalmente autodidacta, comenzó a tocar el piano y a hacer composiciones que completaba con poemas, sin haber recibido tampoco ningún estudio literario. Pero qué mejor estudio que años de preparación diaria recitando, entonando himnos y leyendo y memorizando la Biblia, que luego sería fuente de inspiración.
Se casó cuando tenía 27 años, pero su esposa falleció diez años más tarde dejándole con dos hijos. Posteriormente se volvería a casar, y tuvo otro hijo.
Elisha A. Hoffman dedicó su vida a la predicación durante más de cuarenta años; así mismo compuso más de 2000 himnos, aportando también la música en muchos casos. Sus coetáneos reconocieron siempre en él un carácter honrado y leal. Falleció en Chicago, en 1929. Tenía, por tanto, 90 años.
La música de este himno pertenece a John H. Stockton, quien nació en 1813 en un hogar presbiteriano, siendo convertido en una campaña metodista. Desde ese momento, se dedicó a la composición de numerosos himnos. Él decía que cantar debía ser tan natural como respirar. Debió de componer la música de este himno en su último año de vida, ya que falleció en 1877 y este himno apareció por vez primera en una recopilación de 1878.
Así como se hace en este himno, deberíamos recordar cada día la maravillosa obra de Cristo en la cruz por cada uno de nosotros. Es una obra espiritual que no podemos comprar con nada; es un regalo absolutamente inmerecido. Asombrosamente, somos liberados por la gracia de nuestro Señor, de manera gratuita; somos adoptados en la familia de Dios y nuestros nombres son inscritos en ese Libro de la Vida desde el cual un día seremos llamados para entrar en el gran banquete de la Patria Celestial, y pasaremos a habitar en esas moradas que Jesús preparó para nosotros. Podemos exclamar, pues, como Hoffman: ¡Qué maravilla! ¡Jesús me salvó! ¡A su nombre, GLORIA!