LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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Lo que le pasa al otro

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¿Tienes fe en la capacidad de Dios para corregir a sus siervos?

Comparto con vosotras lo que he tardado mucho en aprender. Algunas de nosotras pertenecemos a la clase de personas que siempre se fijan en lo que otros hacen mal. Somos bastante criticonas. Las hay que van un poco más lejos y quieren cambiar al otro. Otras lo condenan. Piensan que no hay nada que hacer con él, que no hay posibilidad de cambiarlo, y lo dejan por imposible. Creemos el refrán que dice: “Genio y figura, hasta la sepultura”. Evidentemente el Señor Jesús no lo creía, o no habría enviado a su Espíritu al mundo para cambiarnos.

El pastor en la iglesia de nuestra hija llevaba una viga de madera al culto. Se ponía en el púlpito y la alzaba a la altura de sus ojos, y paraba allí. Claro, ¡no podía ver nada! Fue su manera de ilustrar lo que dijo el Señor Jesús: “¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?” (Mt. 7:3). La respuesta es: Porque no nos damos cuenta de que tenemos una viga en nuestro ojo. Pensamos que vemos bien. Necesitamos orar la oración que encontramos en el Salmo 139:23, 24: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”. El Señor nos ayudará a sacar la viga de nuestro ojo para ver bien para sacar la mota del ojo de otro. De esta manera lo haremos con tanta delicadeza, ¡que el otro nos dará las gracias!

Sufrimos mucho por lo que vemos de mal en el otro, y es posible que tengamos razón, que efectivamente él esté mal. Podemos perder mucho sueño o angustiarnos con lo que le pasa, pero tengamos cuidado para asegurar que nuestro sufrimiento no sea por meternos donde no nos llaman. Si no es asunto nuestro, la Biblia tiene algo que decirnos: “Así que alégrense cuando los insulten por ser cristianos, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre ustedes. Sin embargo, si sufren, que no sea por matar, robar, causar problemas o entrometerse en asuntos ajenos (1 P. 4:15, NTV). El apóstol está diciendo que no suframos ¡por nuestra propia culpa! Hemos de discernir cuál es nuestro asunto y cuál no lo es.   

Si aquel que nos preocupa es creyente, podemos hablar con él con mucho cuidado e intentar mostrarle su falta: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Ga. 6:1). La meta es restaurarlo, no alienarlo. Si le hablamos correctamente, pero él no responde, si no está de acuerdo, y si se molesta, ¿qué hemos de hacer? Dejarlo en manos de Dios con fe en que el Señor sabrá qué hacer.

Las personas consideradas más espirituales y más conocedoras de la Biblia son propensas a juzgar a otros por su incumplimiento de las Escrituras. Nos ponemos en el lugar del juez, lo declaramos culpable, quizás hasta lo castigamos severamente y lo abandonamos a su suerte. Esto no restaura a nadie. Por medio de las Escrituras, el Señor nos pregunta: “¿Tú quién eres, que juzgas al siervo de otro? Para su propio señor está en pie o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Ro. 14:4). Pablo tenía gran fe en la capacidad de Dios para corregir a sus siervos. Podía dejarlos en manos de Dios para que Él mismo los tratase.  

Si el fallo o el pecado que vemos nos atañe directamente (por ejemplo, si nuestro marido está haciendo algo que está causando daño a toda la familia y no está abierto a que le digamos nada), ¿qué podemos hacer? Muchas de nosotras hacemos todo lo que está en nuestro poder para cambiarlo. ¡Con mucha energía emprendemos la misión de cambiar al marido! Le lanzamos sermones. Nos ponemos pesadas y le decimos infinidad de veces lo que está haciendo mal. Usamos indirectas. Lloramos. Nos ponemos dramáticas. ¡Y la lista sigue, pero todas ya conocemos este camino!  Lo único que conseguimos es enrarecer el ambiente de casa. Todo esto está mal porque es una obra humana. Si él cambia por lo que yo hago, la victoria es muy pobre. Se ha dejado manipular. Esto no es lo que queremos. Queremos que Dios lo cambie.

El Señor Jesús, antes de irse al cielo nos dejó una promesa muy hermosa: enviarnos al Espíritu Santo. Dijo: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado” (Juan 16:8). También convence a los creyentes de pecado. Esta es la función del Espíritu Santo, no la nuestra. Resulta que no somos Dios. No podemos hacer las veces del Espíritu Santo. Tenemos que quitarnos de en medio y dejarle sitio para que Él obre. Nuestra responsabilidad y privilegio es orar por los que vemos que están mal, y pedir a Dios que su Espíritu los convenza de pecado. El Espíritu lo sabe hacer y lo hace muy bien. Esta es una oración muy eficaz porque estamos pidiendo a Dios que haga algo que prometió hacer. Es nuestra manera de colaborar con Él.

Requiere mucha fe. Tenemos que creer que Dios puede hacer este trabajo mucho más eficazmente que nosotras. Nos cuesta creerlo, porque tenemos mucha confianza en nosotras mismas. Pero si nos humillamos delante de Dios y le decimos que no somos mejores que nadie; que necesitamos su ayuda; que creemos su promesa; si descansamos en la capacidad de Dios para hacer lo imposible… glorificamos al Señor y le dejamos hacer lo que Él hace muy bien. En este contexto tenemos otra promesa maravillosa: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Juan 16:13).

Este pecado que tanto nos hace sufrir es solo el fruto de algo mucho más hondo en la persona. Dios quiere llegar a la raíz. Solo Él sabe por qué el otro practica este pecado. Lo que Dios quiere hacer es llegar al fondo y cambiarlo por completo. Pidamos a Dios que su Espíritu lo lleve a toda la verdad. Entonces el cambio será netamente una obra de Dios que glorificará Su Nombre. Y esto es lo que queremos.

Margarita Burt