Desacuerdos, ¡sí!; peleas, ¡no!
Todos queremos una vida pacífica; paz a nuestro alrededor y paz interior. El niño, en especial, necesita esa serenidad, ya que le da mayor seguridad. Ser pacíficos y controlar el temperamento (control de las emociones internas), son caracteres importantes que nuestros hijos deben aprender en su niñez. Esta paz o serenidad es la cualidad que determina la forma en que reaccionamos y en que nos relacionamos con otros. El niño pacífico sabe controlar su enojo e impulsos hostiles, y cuando crezca será aquel que resuelve problemas en vez de ser el problema.
El medio ambiente en que el niño crece es crucial en el desarrollo de esta paz interior y control del temperamento. Si estamos decididas a criar a nuestros niños para que logren esa serenidad y control interior, debemos estar resueltas a hacer el medio ambiente familiar lo menos hostil y más tranquilo posible. Nuestro hogar es un reflejo de nuestro ser interior. Si somos inquietas, «alborotadas» y desorganizadas, es probable que nuestro hogar sea ruidoso y desordenado. Si en vez somos tranquilas y organizadas, la atmósfera hogareña tenderá a ser así también (Isaías 26:3).
El calificativo “organizada” no implica el perfeccionismo o la obsesión con que todo esté lustrosamente limpio, en su lugar, y que, así, el niño no pueda hacer nada dentro de la casa… esta madre está poniendo las «cosas» (la casa, los muebles, etc.) por encima de los seres humanos que viven en su casa, creando así un ambiente hostil. La madre organizada sabe manejar bien su tiempo de acuerdo con los horarios de cada integrante de su familia, y no deja todo para el último momento o siempre anda a las corridas . . . ¡es más fácil enojarnos o gritar a nuestros hijos cuando estamos apuradas o desesperadas porque no nos alcanza el tiempo! La madre organizada tiene su casa ordenada de tal manera que puede encontrar cosas fácilmente y no tiene que pasar «horas» revolviendo cajones; claro que, con niños pequeños en la casa, hay cosas que desaparecen y otras que aparecen en lugares insólitos… Ser organizada demanda esfuerzo, pero, a pesar de todo, una vez que nos proponemos hacerlo, lo podemos lograr.
El otro calificativo, ser “tranquila”, demanda romper viejos hábitos, y esto es más difícil, pero, con la ayuda del Señor, se puede lograr. Esas continuas peleas familiares sobre los mismos temas (ya sea en la forma de discusiones agitadas, enojo, enfurecerse, y en algunas familias aun el abuso físico) son destructivas para todos los involucrados, ya sea los que están participando en la pelea como los que son espectadores. Las típicas peleas son, a nivel pareja: la cuenta bancaria o el dinero, la visita de parientes, «nadie aprecia lo que hago», sacar la basura, los hábitos personales (por ejemplo, cómo comen y cuánto comen nuestros maridos), conductas pasadas… Y a nivel hijos: la habitación desarreglada, las amistades, el llegar tarde, los quehaceres domésticos, dónde vamos de vacaciones, las golosinas o juguetes que ven en los negocios, características de su personalidad (perezoso, lento, imprudente, miedoso…), etc. En la gran mayoría de los casos, nosotras somos una de las personas involucradas en esa pelea y, como le decimos tantas veces a nuestros niños, la hayamos comenzado o no, son necesarias dos personas para una pelea, por lo tanto, las dos son culpables. Si nosotras nos proponemos eliminar esas peleas familiares, nuestro ambiente hogareño y nuestras relaciones familiares mejorarán drásticamente. Toma tiempo, y por experiencia sé que no es fácil; una vez que nos hemos acostumbrado a reaccionar gritando, es difícil romper el hábito, pero lo lograremos esforzándonos diariamente en recordar que estas peleas no ayudan a lograr nada, causan sufrimiento innecesario, dejan cicatrices profundas en nuestros hijos, y les enseñan a usar las mismas tácticas para resolver sus conflictos o discusiones. Desacuerdos, ¡sí!; peleas, ¡no! Hay muchos pasajes bíblicos que podemos leer al comenzar nuestro día para recordarnos que la paz es nuestra meta. Podemos incluso memorizar uno por día o por semana para poder recordarlo cada vez que nos veamos tentadas a gritar, enfurecernos o pelear: Salmos 34:14; 37:8,11,37; Proverbios 3:17; 15:1,18; Romanos 14:19; II Corintios 13:11; Colosenses 3:21; Santiago 3:17.
Habiendo decidido mejorar nuestro ambiente familiar cambiando nuestra conducta, debemos ahora buscar formas en que podamos ayudar a nuestros hijos a lograr esa paz interior y controlar sus impulsos hostiles o de enojo. Los niños aprenden a muy temprana edad a usar sus expresiones de enojo para controlar a los adultos a su alrededor: el llanto enfurecido del bebe que quiere que se lo alce enseguida, la rabieta o berrinche en el negocio si no se le da la golosina o juguete que pide… Y si logra que el adulto ceda (en su afán de eliminar la situación embarazosa), ha logrado controlarlo. Cuando cedemos al arrebato o expresión de enojo de nuestros hijos, les estamos enseñando que todo lo que tiene que hacer para salirse con la suya es actuar de esta manera. Nuestra respuesta debe ser firmeza en no ceder ante su conducta, y no hacerlo con una reacción enojada, sino calmada, ya que nuestro enfado reforzará su rabieta.
Es necesario explicarles a nuestros hijos que el enojo no viene del mundo exterior, sino de nosotros mismos; cuando tenemos pensamientos hostiles o de enojo, es cuando actuamos con esa hostilidad hacia los demás. A veces nuestro enojo es bien fundado, por ejemplo, si sentimos que han sido injustos con nosotros o si estamos enojados con nosotros mismos por haber perdido algo, pero no debemos hacer a los demás, víctimas de nuestro enojo, ¡eso está mal! Si necesitan demostrar su enojo, pueden ir a su habitación y descargarlo sobre la almohada, o utilizar esa energía en forma positiva. Pero aún mejor es tratar de calmarnos internamente. Un juego apropiado para enseñar qué es el enojo a niños en edad primaria, consiste en recortar dos figuras con forma humana, una de papel rojo y otra de un color claro (por ej. celeste). La figura roja representa la persona impaciente y que se enoja fácilmente; la figura clara representa la persona que es pacífica y sabe controlar sus emociones. Demos ejemplos de situaciones y ellos deben decirnos cómo actuaría cada figura en ese caso. Situaciones tales como: no te levantaste a tiempo esta mañana y vas a llegar tarde al colegio; tu hermano pequeño hace garabatos con lápiz en tu libro favorito; tu madre insiste en que debes terminar de ordenar tu habitación antes de salir a jugar…
Cuando nuestro hijo o hija exterioriza su enojo en formas que dañan a los demás, ya sea peleando físicamente o con palabras hirientes, podemos tener «una silla de arrepentimiento» a la cual lo mandaremos apenas empiece la pelea o estallido de enojo. La silla debe ser una silla dura, no muy cómoda, y se quedarán allí hasta que nos puedan decir por qué él o ella (y no su hermano o hermana) estuvo mal al hacer lo que hizo, y esté dispuesto a pedirle perdón a quien hirió, y darle un abrazo. Si no quiere sentarse allí o no quiere pedir disculpas, lo disciplinaremos en la forma en que solemos sancionar la desobediencia.
Podemos enseñarles a nuestros hijos la táctica utilizada por décadas de contar hasta 10 antes de gritar o enojarnos abiertamente; esta pequeña espera nos calmará. Podemos hacerles ver que la táctica también nos es útil a nosotras, siendo así de ejemplo. Con niños mayores o incluso adolescentes, podemos utilizar el sistema de tarjetas que usan en eventos deportivos. Cada vez que se enfadan o actúan en forma hostil o caprichosa, por su enojo reciben una «tarjeta amarilla», por cada tarjeta que tengan perderán algún privilegio.
Por último, recordemos que las imágenes, ya sean positivas o negativas, persisten en nuestra mente por el resto de nuestra vida. Los programas televisivos o películas que muestran continua violencia les enseñan a nuestros hijos a considerar la hostilidad violenta como una forma de entretenimiento, y en vez de engendrar amor se fomenta odio. Controlemos lo que miran en televisión o en sus tabletas (y lo que miramos nosotras también), para no exponerlos a esta programación mental diaria que los insensibiliza hacia lo malo.
La paz y la serenidad ayudan a los demás y a nosotras mismas a sentirnos mejor, y a relacionarnos o funcionar de mejor manera. Además, son cualidades contagiosas que podemos «pasar» a los demás, y en especial a nuestros hijos, cuando las ponemos en práctica.