LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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La humildad, una virtud incomprendida

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Aprender es un proceso en lucha contra nuestra propia naturaleza, cuya tendencia es la soberbia y la autopromoción

La humildad, malentendida por muchos y confundida por otros, es una virtud que en nuestros días difícilmente llega a ser una cualidad apreciada o que se aspire a alcanzar. No se cree que el reconocimiento de la debilidad propia produce fortaleza, sino más bien que la persona humilde es una personalidad manejada por todos, que termina siendo una marioneta, en sentido despectivo. Cuando la humildad no está, o se entiende mal, se resienten igualmente las actitudes que la acompañan, tales como la amabilidad, la gentileza y la benignidad, que son términos opuestos radicalmente al espíritu de supremacía del yo, de disputa y egoísmo, que hoy tanto abunda.

Esta virtud, la humildad, como otras de las cuales nos habla Dios en Su Palabra, conduce a un estilo de vida diferente que nadie, que no haya conocido a Dios como Señor, estará dispuesto a seguir. Esto es así porque si algo caracteriza a nuestro mundo, son las actitudes de orgullo y de fuerza, estimuladas por la preponderancia del yo. Para la mujer cristiana, como para el hombre, es incompatible la preeminencia del yo con la vivencia de la humildad.

¿Por qué es importante? Porque forma parte del carácter de Dios. Él es incomparablemente elevado y grande y, sin embargo, se humilla a prestar atención a las cosas creadas (Sal. 113:5,6). También es importante porque facilita la convivencia entre las personas, al valorar lo que son y hacen con independencia del yo. Así mismo el espíritu de humildad nos libera del espíritu de competencia y superioridad que convierte nuestra existencia en una lucha continua que nos hace infelices.

Nuestra gentileza ha de ser conocida por todo el mundo (Fil. 4:5). Las cualidades por las que queremos que se nos conozca, manifiestan una naturaleza espiritual, y forman parte de un estilo de vida. No son la apariencia, ni la inteligencia, ni nuestro buen humor, ni la situación económica, ni tan siquiera nuestros dones, ni los motivos más elevados y mejores. Con facilidad podemos ser víctimas del orgullo, cayendo en la excesiva confianza o la autojustificación, pasando por alto que todo esto se aloja en lo más profundo de nosotras.

La humildad reside en la aceptación de una experiencia de auténtica dependencia de Dios, dejando de confiar en mí misma y confiando más en Él. La vida de Moisés es un reflejo de esta experiencia, en su capacidad para soportar las críticas, su disposición a aceptar consejos, y un rechazo total del espíritu de competencia. Rechazar igualmente los honores pasajeros. Una persona humilde es una herramienta poderosa usada por Dios, y una persona sencilla para los hombres.

Somos felices cuando creemos que si Dios ha usado varas y piedras para hacer Su voluntad, puede entonces usarnos a nosotras. La gloria es suya no nuestra.

En tiempos de Jesús, al igual que hoy, la humildad concebida por el mundo pagano era síntoma de debilidad y falta de afirmación ante la vida. Desde la perspectiva de la Biblia, la humildad es el reconocimiento de nuestros límites frente a la persona y el carácter de Dios. Jesús lo ilustró con su propia vida, marcada desde su nacimiento hasta su muerte por la elección voluntaria de una manera de vivir caracterizada por la humildad. Su empeño sigue siendo el mismo hoy con nosotras, como lo fue con sus discípulos, para que aprendamos de Él. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt.11:29). Aprender es un proceso en lucha contra nuestra propia naturaleza, cuya tendencia es la soberbia y la autopromoción.

La educación con la cual nuestros niños y jóvenes crecen socialmente, les impulsa al protagonismo en una competencia feroz y con una autoconfianza ilimitada en ellos mismos. Lo contrario es símbolo de debilidad.

Pero la humildad y el servicio llegan a ser complementarios para agradar a Dios, y no al mundo. La única forma de crecer en esa humildad es sirviendo a los demás. Como Jesús anduvo entre nosotros: como siervo (Mr. 10:45).

Dar lugar a la otra persona y no buscar la propia gloria, es una lección prioritaria para nosotras, y una enseñanza que debemos mostrar al mundo. No podemos ser ostentosas y dominantes, sino sumisas como nuestro Maestro. Una lección instructiva que Pablo tuvo que aprender progresivamente, en un crecimiento que no acaba.

Al principio de su ministerio expresaba que era el más pequeño de todos los apóstoles; y a medida que pasaban los años, reconocía que era el más pequeño de todos los santos y, cuando llegaba al final de su vida, declaró que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales él, Pablo, era el primero.

No solamente aprendemos, sino que también hemos de dar evidencias que puedan manifestarlo. Es un aprendizaje duro porque va contra nuestra naturaleza y tendencias pecaminosas, y que sólo puede llevarse a cabo en el poder del Espíritu Santo, y no en nuestras fuerzas. Lo que para el mundo no es una aspiración, para nosotras tiene que ser un deseo, un anhelo. Llegar a manifestar un espíritu que no se defiende “para ganar” cuando se halla ante una confrontación. Un deseo auténtico de ayudar y servir a los demás. No podemos pretender ser humildes sin servir a nuestros semejantes, sean hermanos en la fe, o no.

Jesús era sensible a las necesidades de los que le rodeaban, y la gran mayoría de las veces eran personas rechazadas por la sociedad. Estaba al lado de quien sufría, y conocía perfectamente las luchas internas de nuestra humanidad. Sin embargo, buscaba oportunidades para servir. Tenía claro que había venido para este propósito, y tuvo que ejercitar la humildad: “Como yo os he hecho, así también vosotros haced”. En nuestros días hay una carencia lamentable de humildad; por eso nos cuesta tanto reconocer a otras, ceder de lo nuestro y ser comprensivas con las debilidades de los demás.

La humildad no puede ser una cualidad temporal, o como respuesta a una situación en la que actuamos “humildemente”, sino que es una manifestación del carácter cristiano que va con nosotras siempre. Como mujeres con responsabilidad en este mundo, traigamos humildad, contrarrestando la crueldad con la compasión. Traigamos humildad, contrarrestando la violencia con la ternura.

Chelo Villar Castro