Lo que demos a nuestros nietos siempre perdurará en sus corazones…
Es común, llegada cierta edad, tener momentos en que comienzan a desfilar hechos importantes de nuestra vida. Quizás nuestros hijos; nos invade una gran ternura y nos parece imposible que esos hombres y mujeres de hoy sean aquellos pequeñitos indefensos que tantos desvelos, dolores y alegrías nos causaron. Nos cuesta aceptar que tienen sus propias vidas, sus luchas, ya que para nosotras siguen siendo “nuestros niños”. Por supuesto que, dominando emociones y dando paso a la razón y la sabiduría que Dios nos fue dando, volvemos a la realidad y tratamos de ir actuando de acuerdo a lo que debemos ser para ellos. ¿Y qué es lo que el Señor espera de nosotras? Necesitamos discernimiento para saber estar al lado de nuestros hijos cuando nos necesitan, y seguir demostrándoles cada día nuestro amor, aceptando sus decisiones y personalidades. Si ellos requieren nuestro apoyo y los hemos preparado para la vida, los sentiremos cerca, aunque a veces nos separe la distancia por vivir en diferentes lugares. Los lazos establecidos, si sólidos, nunca se rompen. “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Pr.22:6).
Si con la ayuda de Dios fuimos recorriendo las diferentes etapas, sujetas a su Palabra y a sus promesas, nuestra vejez será más placentera.
Iremos recordando cada hecho especial que hemos vivido. Entre ellos, reviviremos el momento en que tuvimos la bendición de tener en nuestros brazos al tan soñado nieto. Las abuelas sabemos la emoción que se siente en ese instante, al igual que cuando fueron llegando otros nietos. “Corona de los viejos son los nietos …” (Pr.17:6). Ahí comenzó un nuevo ciclo en nuestras vidas. En mis recuerdos surge el verso final de la poesía que escribí cuando nació mi primer nieto: “La dicha de ser madre, hoy duplicada veo”. Y qué gran verdad. La alegría es inmensa, la ternura única; y el sentido de responsabilidad, enorme. En ese momento tomamos conciencia de que nuestra ayuda a los padres puede ser importante, y comenzamos a brindar nuestro amor de abuela. Nuestras manos tejerán y coserán con puntadas amorosas cada prenda que le obsequiamos. Nuestra ayuda deberá ser la que nuestros hijos nos soliciten o la que al ofrecerles veamos que reciben con agrado. Lo que nunca debiéramos hacer es intervenir demasiado en la crianza de nuestros nietos, tarea privativa de los padres. Debemos ser prudentes y pedirle al Señor que su Espíritu Santo nos ilumine para servir con alegría. “Por tanto, guárdate y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida, antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos” (Dt.4:9).
A medida que los nietos crecen podemos ir sembrando las semillitas que algún día fructificarán, y cuando sean grandes tendremos la dicha de haberles brindado lo mejor de nosotras.
Lo que damos a nuestros nietos siempre perdurará en sus corazones. Cuántas veces recordarán cuando les leíamos o narrábamos un cuento, o le preparábamos una rica comida o su postre preferido. Cuando los íbamos a buscar al colegio y les servíamos una merienda a su gusto. Cuando los llevábamos de paseo, o los cuidábamos cuando mamá y papá salían. Recordarán cumpleaños, juegos compartidos y regalos y mimos que nunca nos cansamos de darles.
Al revivir esos tiempos pasados, podremos agradecer al Señor la bendición de ser abuelas y volveremos a preguntarnos: ¿Qué legado dejaremos a nuestros nietos? La respuesta será muy grata si hemos obrado con esa responsabilidad y buen amor que asumimos cuando nacieron. Yo escucho con embeleso cuando alguien menciona que tal o cual cosa la aprendieron de la abuela, pues al recordarla lo hacen con gran cariño y emoción.
Para nuestros nietos seremos siempre “una mujer especial” por nuestro carácter y nuestro ejemplo. Nos recordarán por haber sido comprensivas, amables, cariñosas y firmes; en quien siempre podían y aún pueden encontrar una palabra justa, un consuelo oportuno y, sobre todo, un amor incondicional.
¿No es ese el mejor legado que podemos dejar a nuestros nietos?