El concepto adecuado de Dios lo cambia todo
Te levantas un día cualquiera y te enfrentas a la dura jornada. Te mezclas con la gente y eres una más. En clase, en la compra, en el trabajo, en tu vecindario eres una mujer como todas. Nadie diría que tienes algo distinto, pero en realidad lo tienes, piensas; eres hija de Dios, perteneces a Su familia. Te reúnes regularmente con un grupo de personas que también son hijos de Dios, que también son distintos. Y sigues pensando… perteneces a la Iglesia, ese grupo de personas salvadas que desde hace siglos revoluciona su entorno, ese grupo de personas valientes, decididas, comprometidas, fieles, que creen en Dios y a Dios; ese grupo de personas definitivamente diferente… Pero, de repente vuelves a la realidad: sí, perteneces a ese grupo de personas salvadas, pero no tan revolucionario, no tan valiente, no tan decidido, no tan comprometido, no tan fiel; que cree en Dios, pero que encuentra dificultades para creerle a Él, para fiarse del todo de Él. Y sin embargo, al principio sí era así, aun en el presente has experimentado ocasiones en que el pueblo de Dios ha mostrado aquel carácter, su verdadero carácter.
En un reciente repaso de los primeros capítulos del libro de los Hechos, cayó como una losa sobre mí la gran diferencia existente entre aquellos primeros pasos de la Iglesia y el presente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha cambiado? ¿Cuál es el ingrediente ausente ahora? ¿Qué hacía que los creyentes del libro de Hechos actuaran como lo hacían? Me he dado cuenta de que casi todo radica en un solo asunto: El concepto que ellos tenían de su Dios. Teniendo esto en mente seguí leyendo, para descubrir que es eso precisamente, que el concepto adecuado de Dios lo cambia todo.
¿Cómo podían nuestros hermanos del principio de la Iglesia actuar con tamaña valentía ante la presión de las autoridades? “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:19-20). “Pero los que fueron esparcidos (por la persecución) iban por todas partes anunciando el evangelio” (Hch. 8:4). “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hch. 17:6). Frente a la presión de las autoridades, ante la misma persecución, ante el exilio, nuestros hermanos no paraban de hablar del tema que había provocado “todo su mal”. Nuestros hermanos podían salir huyendo, a toda prisa de Jerusalén o de cualquier otro sitio, y nunca olvidarían lo más importante: decir a cualquiera que encontraban que Jesús había muerto por ellos. Ellos eran tan valientes, porque creían en un Dios Valiente, en un Dios que estaba con ellos como poderoso gigante. Creían en un Dios que les había dado un gran encargo: “Me seréis testigos en Jerusalén, Samaria y hasta lo último de la tierra”. Y no temían a quien podía matar sus cuerpos, porque ya no tenía poder alguno sobre sus almas, que estaban a buen recaudo.
¿Cómo reaccionas ante la presión sutil de nuestra sociedad? ¿Qué haces cuando hablar de Jesús te trae problemas familiares, sociales, laborales, etc.? ¿En qué medida la Iglesia de hoy está cumpliendo el encargo de trastornar su mundo? No es que en la actualidad no luchemos por lo que nos importa, porque lo hacemos; más bien será que “ciertas cosas” ya no nos importan tanto, ya no son vitales para nosotros como lo eran para ellos al principio. Nos hemos vuelto cómodos y, quizá también, un poco (o más que un poco) cobardes. De un Dios valiente y decidido, sólo debería nacer un pueblo valiente y decidido.
¿Cómo podían nuestros hermanos del principio compartir con una generosidad inusitada con todo el que tuviera necesidad? “Vendían sus propiedades…y lo repartían a todos según sus necesidades” (Hch. 2:45). Nuestros hermanos conocían a un Dios generoso que lo había dado todo por ellos, y querían responder de la misma forma. Ellos sabían que el mundo espiritual es más real que el mundo físico, y por eso se ocupaban más de “la buena parte, que no les sería quitada”. Ellos podían vivir de esta forma y sentir gozo en sus corazones, porque sabían con seguridad que Dios cuidaría de sus necesidades. ¿Por qué es tan difícil en nuestros días levantar fondos para cualquier cosa? ¿Por qué tememos establecer un sistema de ayuda económica? ¿Por qué no podemos hablar con total libertad de dinero en nuestros días? Son muchas las cosas que han cambiado. Pero, en primer lugar, nuestro concepto de Dios: No creemos realmente que Dios va a cuidar de nosotras si somos generosas. Y no digo que actuemos a lo loco; digo que si damos con generosidad, Dios se ocupará de nuestras necesidades. Esto lo sabían ellos, pero nosotros lo hemos olvidado. También es cierto que la Iglesia ha sufrido mucho a manos de desaprensivos que se han aprovechado de su buena voluntad; pero eso sólo indica que tenemos que actuar con más sabiduría, no con menos generosidad. Los primeros cristianos creían en un Dios que honraba el compartir con los que tenían necesidad, en un Dios que era el Señor de “sus cuentas bancarias”, y por eso actuaban como lo hacían. La forma en que manejas tus finanzas es un claro indicador de lo que tú piensas de Dios. ¿Qué pasa por tu mente cuando oyes de necesidades de hermanos o ministerios? ¿Esperas que otros acudan o te pones a disposición del Señor? ¿Qué ocurre cuando pasa la bolsa de la ofrenda por delante de ti? ¿Das la calderilla del bolsillo (poca o mucha) o aquello que has predeterminado delante del Señor “según hayas prosperado”? De un Dios generoso sólo debería nacer un pueblo generoso.
¿Cómo podían unos judíos legalistas aceptar a gentiles como hermanos, como iguales? En el capítulo 10 podemos sorprendernos ante un Pedro que dice: “A mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame yo común o inmundo” (Hch. 10:28). Para poder apreciar lo revolucionario de su afirmación necesitaríamos conocer un poco de las tradiciones judaicas, y no es el momento de abundar en eso, pero baste con lo que él mismo relata: “Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero” (Hch. 10:28). Nuestros hermanos fueron capaces de romper con los prejuicios que les impedían amar a todos por igual, porque conocían a un Dios que ama a todos por igual, que no desprecia a nadie, que no se deja llevar en absoluto por los prejuicios ni por el legalismo. Ellos aprendieron del ejemplo de Jesús, que igual se relacionaba con un Nicodemo de la alta sociedad judía, que con una mujer samaritana, despreciada incluso por su propio pueblo. ¿Por qué, entonces, podemos encontrar diferentes “clases” entre los creyentes de hoy? Hemos olvidado que “no tenemos nada que no hayamos recibido” y, puesto que lo hemos recibido, a qué viene gloriarse como si lo hubiéramos conseguido por nuestros medios. Hemos olvidado que el único que tenía razones para ser elitista no lo fue, y nos aceptó tal como somos. ¿Quién eres tú, o quién soy yo, para despreciar a aquel o aquella por quien Cristo sufrió? De un Dios que ama a todos por igual, sólo debería nacer un pueblo que ama a todos por igual.
No lo olvides, el concepto adecuado de Dios lo cambia todo. El concepto adecuado que tú tengas de Dios, revolucionará tu vida.