Que el Padre, Hijo y Espíritu Santo continúen tocando nuestros corazones, transformando nuestras vidas y llevándonos a toda verdad
Te loamos, ¡oh Dios! con unánime voz,
Pues en Cristo, tu Hijo, nos diste perdón.
Coro
¡Aleluya! Te alabamos; ¡oh, cuán grande es tu amor!
¡Aleluya! Te adoramos, bendito Señor.
Te loamos, Jesús, quien tu trono de luz
Has dejado por darnos salud en la cruz. / Coro
Te damos loor, Santo Consolador,
Quien nos llenas de gozo y santo valor. /Coro
Unidos load a la gran Trinidad,
Que es la fuente de gracia, poder y verdad. /Coro
La historia del autor del poema de este himno, W.P. Mackay, es muy interesante. Verdaderamente Dios nos sale al encuentro a lo largo de nuestra vida, trayendo recuerdos de tiempos pasados. Él usa esos encuentros para invitarnos a caminar en su Reino.
William Paton Mackay nació en Montrose, Edimburgo (Escocia) en 1839. Él mismo tuvo a bien narrar su historia y dejarnos detalles conmovedores.
A los diecisiete años deseó estudiar en la Universidad de Edimburgo. Su madre no estaba de acuerdo en que su hijo se marchara lejos del hogar. Probablemente no le veía suficientemente maduro para ello. Pero finalmente el joven Paton se alejó de casa.
Al marchar, su madre, que era una devota cristiana y deseaba que su hijo siguiera los caminos del Señor, le regaló una Biblia con la esperanza de que en algún momento la leyera y fuera una fuente de vida, consuelo y dirección. En ella le puso un versículo bíblico como dedicatoria más los nombres de ella y de su hijo.
El joven se fue. Él mismo narra cómo pasó su vida de estudiante metido en juergas, francachelas, gastando mucho dinero en juego y otras distracciones, ya que sus mejores amigos universitarios se dedicaban a estos menesteres. Frecuentemente le faltaba dinero para el tren de vida que llevaba, por lo que solía empeñar o vender las posesiones que tenía. Un día vendió su Biblia que estaba prácticamente sin abrir, recibiendo por ella una pequeña cantidad de dinero.
Finalmente acabó su carrera y poco a poco se fue abriendo camino en la profesión, aunque seguía con una vida bastante disipada y él mismo confesaba que se había olvidado totalmente de Dios y de su familia.
Estando de médico en un hospital, entró un paciente, albañil por más señas, que se había caído de una escalera desde una considerable altura y que estaba gravemente herido. Le examinó y comprobó que le quedaba poco tiempo de vida.
El paciente quiso conocer el pronóstico de su caída, a lo que Paton le contestó, de manera lo más suave posible, que era grave. El hombre entendió que se moría. El médico le preguntó si había algún familiar al que llamar, a lo que el herido respondió que no, que estaba solo y que le gustaría, si fuera posible, que llamaran a la mujer en cuya casa tenía alquilada una habitación: le debía una pequeña cantidad de dinero que estaba en su bolsillo y quería dársela.
Así hicieron, y la señora vino varias veces a visitarle. Finalmente, al cabo de unos días, el paciente falleció.
William Paton Mackay, como médico, tenía que certificar su muerte y hacer los trámites necesarios. Se reunió con la enfermera en la habitación y ella le dijo señalándole un libro: ¿Qué hacemos con esto? El médico preguntó: ¿Qué es? -Es una biblia que la señora le trajo la segunda vez que vino a verle. El enfermo la leía siempre que podía y eso parecía calmar sus dolores, y si estaba muy postrado la ponía bajo la almohada, donde estaba cuando murió.
El médico tomó la Biblia, un libro muy gastado y lleno de anotaciones; faltaban algunas hojas. Era una Biblia muy usada; Su dueño la había leído frecuentemente.
Cuando abrió la primera página, reprimió un gesto de sorpresa: ¡Era su propia Biblia!, ¡la que su madre le había regalado antes de irse de casa! No había duda, ese era el versículo escrito por la mano de su madre y el nombre de ambos al pie.
William Paton, aparentando indiferencia, le dijo a la enfermera que él se encargaba y se fue a su casa con el libro. Allí sufrió una crisis profunda recordando cómo su madre le había encomendado la Biblia, cómo no la había abierto ni una vez, cómo su vida había sido un desastre debido a la lejanía de Dios, y recordó las enseñanzas que su madre le había dado. Allí, subrayados, estaban los versículos que habían servido al albañil para tener esperanza durante su vida y para afrontar con paz el destino eterno que le esperaba.
Este momento fue un punto de inflexión en la vida de Paton. Y allí, en su habitación, entregó su vida a Dios. Por supuesto se puso en comunicación con su madre y reanudó con ella su relación, rota desde hacía bastantes años.
Finalmente, además de su profesión como médico, fue nombrado sacerdote y en 1868 pastor de una iglesia presbiteriana. Desde este año hasta su muerte, en un accidente en 1885, compuso varios himnos, de los que actualmente solo se canta éste.
El poema es un canto de alabanza a la Trinidad. En éste se expresa en otras palabras el gozo y el sentimiento de adoración que experimenta el autor bíblico: “Yo me alegraré y me gozaré en el día de la salvación”. Se reconoce al Padre por enviar a su Hijo; al Hijo por dejar su sitio al lado del Padre y venir a morir en una cruz para perdón de pecados; al Espíritu Santo por llenarnos de gozo y ser el gran Consolador.
Este himno expresa de manera concisa y directa la alegría de la función de la Trinidad. Cada una de las personas en que Dios se expresa, tiene una función insustituible y complementaria que conduce al hombre a conocer la gracia de Dios Padre, el perdón a través del Hijo y la verdad a través de la acción del Espíritu Santo. ¿Cómo no vamos a cantar una alabanza de agradecimiento y adoración por estos beneficios inefables?
La música fue tomada de una composición realizada en 1815 por John J. Husband (1760-1825). El compositor había nacido en Plymouth y emigró a los Estados Unidos de América, sirviendo y enseñando música en Filadelfia, en la Iglesia Episcopal de San Pablo.
La traducción al español fue llevada a cabo por Howard Whittemore Cragin (1885-1947) quien fue un misionero de la iglesia Pentecostal, en Perú.
En nuestros himnarios existen preciosas doxologías o alabanzas finales que se cantaban como despedida de los cultos. A ellas nos referiremos en otros artículos.
Hoy podemos seguir cantando estas alabanzas con el mismo espíritu de adoración y asombro gozoso que cuando fueron concebidas hace más de 150 años.
Que el Padre, Hijo y Espíritu Santo continúen tocando nuestros corazones, transformando nuestras vidas y llevándonos a toda verdad. ¡Amén!