LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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El día en que temo

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Cuando oramos, el Espíritu Santo por medio de la Palabra, nos comunica una profunda paz

En un mundo agitado por cambios constantes, producto muchas veces de crisis políticas, económicas, sanitarias y de catástrofes naturales imprevisibles, pueden estar en riesgo nuestra seguridad física y emocional. Es usual que, ante estas circunstancias, sintamos temor. El miedo es una emoción que, como todas las emociones, juega un papel básico en el ser humano, pues por medio de ellas nos enfrentamos al ambiente que nos rodea. El miedo es un esquema cerebral de adaptación al entorno y constituye un mecanismo de supervivencia y de defensa, el cual le permite a la persona responder ante situaciones adversas con rapidez, protegiéndose del daño. En ese sentido, es normal y beneficioso. Por esto, retroceder ante el dolor físico y mental es la respuesta natural.

Ahora bien, cuando permitimos que nuestras mentes estén constantemente atemorizadas, llenas de desconfianza y angustia ante peligros que pueden ser reales o imaginarios, estamos enfrentando una enfermedad que produce cambios negativos para nuestra salud física, mental y espiritual. Las Escrituras nos enseñan que este tipo de miedo patológico es una clase de prisión de la mente que puede mantenernos esclavizadas toda la vida. Es consecuencia del pecado.

Cuando nuestros primeros padres desobedecieron el mandato expreso de Jehová de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, el primer resultado de este acto fue un sentimiento de vergüenza y de temor (Génesis 3:10). En su corazón sabían que los vestidos que habían elaborado para cubrirse no bastaban, y entonces, ante el llamado divino, surge la angustia y tratan de esconderse. Ya el Señor les había advertido de las consecuencias de la desobediencia: “Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17b).

Esta es la realidad de toda la raza humana: el temor a la muerte. Por eso, toda amenaza a nuestra integridad física y emocional nos produce miedo. Las Escrituras nos relatan cómo grandes hombres de Dios en algún momento de su vida, fueron presas del temor ante situaciones de peligro. Elías luego de presenciar la mano de Dios obrando con poder en respuesta a la oración, en su batalla contra los falsos profetas, al escuchar las amenazas de muerte de Jezabel se apresuró a huir a través de las montañas de Samaria, hacia el desierto indómito: “Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida” (1 Reyes 19:3a).

Nos llama la atención que un profeta valiente, celoso por la gloria de Dios, se sintiese atemorizado por las amenazas de una mujer. Pero recordemos que él “era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras”; al igual que todas nosotras, poseía una naturaleza marcada por el pecado. Mientras mantuvo al Señor ocupando todo el campo de su visión, no experimentó miedo. Pero cuando miró el peligro, pensó más en su vida que en la causa de Dios, y se acobardó. Pensó que podía salvarse a sí mismo, dudando así de la bondad de Aquel que le había llamado a Su servicio. ¡Un gran error! El mismo Dios que le había convocado a luchar por la gloria de Su nombre, podía guardarle de las garras del adversario. ¡La fe siempre ve al Señor en todo!

“Neguémonos a fijarnos en las circunstancias, aunque pasen delante de nosotros como un Mar Rojo y bramen alrededor como una tempestad. Las circunstancias, las imposibilidades naturales, las dificultades, nada son en la disposición del alma que está ocupada en Dios” (F.B. Meyer).

David, el ungido de Jehová, el vencedor de Goliat, de cuya boca los filisteos escucharon estas palabras: “Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y con lanza, porque de Jehová es la batalla…” (1 Samuel 17:47a), había visto la mano del Señor librarle no solo de sus enemigos, sino del peligro de fieras salvajes y aun de los varios intentos de muerte por parte del rey Saúl; pero en un triste episodio de su vida fue víctima de una desconfianza tal que buscó refugio entre los enemigos de Israel y fingió estar loco delante de Aquis, príncipe de los Filisteos (1 Samuel 21:10-15).

Fue un lamentable revés en la vida de este creyente destacado. El temor por su vida le hizo cometer una insensatez. ¿Acaso el que le dio la victoria contra el gigante filisteo y había guardado su vida tantas veces no podía librarle nuevamente de la mano de Saúl?

Cuando el miedo embarga el corazón, oscurece la visión y nos hace olvidar que la mano del Señor nunca se acorta para salvar.

En esas circunstancias, oleadas de miedo y de fe se entremezclaban en su corazón. Fue entonces cuando clamó en oración, diciendo: “Ten misericordia de mi, oh Dios, porque me devoraría el hombre…” (Salmos 56: 1a). Es en esta batalla mental, que al fin la fe triunfa y puede decir: “En el día que temo, yo en ti confío” (Salmo 56:3). Es consolador ver cómo David llevó a la presencia del Señor sus sentimientos, por eso dice: “En Dios he confiado; no temeré; ¿qué puede hacerme el hombre?” (Salmos 56:4).

David se consideraba como una paloma solitaria, lejana de sus bosques nativos, y en medio de la incertidumbre e inseguridad que vivía, contrasta el temor con la fe. Se refugió en las promesas fieles de la Palabra de Dios. Por eso, en este escrito del Salmo 56, repite en dos ocasiones: “En Dios alabaré su palabra”. Es ella la que nos asegura que Él obra siempre basado en Su amor perfecto. No dudemos nunca de ella. Ante el miedo paralizante, clamemos al Señor. Cuando oramos, el Espíritu Santo por medio de la Palabra, nos comunica una profunda paz. En la presencia del Señor, nuestros miedos y nuestras lagrimas desaparecen para dar lugar al gozo de ser amadas por nuestro Padre que está en los cielos.

Ante una noticia inesperada, un diagnóstico médico impactante, un reto aparentemente inalcanzable… podemos llenarnos de temor, pero que esto nunca nos impida escuchar la voz del Señor, diciéndonos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).

“Cristo está conmigo; ¡que consolación!
Su presencia quita todo mi temor;
Tengo la promesa de mi Salvador;
No te dejaré nunca; siempre contigo estoy”.


Dioma de Álvarez