¿Rige el bien nuestro ser, pensar y hacer?
Hoy mismo, en un programa de radio, escuché acerca del estudio realizado en una renombrada universidad europea, en el que afirmaban que aquellos que viven en pueblos, cerca del campo, son más felices que los que habitan en las ciudades. Y entre los factores que presentaban, destacaba que este estado de felicidad no tenía que ver con el salario o percepción económica de los individuos. ¡Interesante!
En un mundo donde parece que lo único importante es lo que tienes y lo que puedes hacer con ello, este estudio me recordó las palabras del salmo 4:
Muchos son los que dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? Alza sobre nosotros, oh Jehová, la luz de tu rostro. Tú diste alegría a mi corazón mayor que la de ellos cuando abundaba su grano y su mosto. En paz me acostaré, y asimismo dormiré; porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado (vv. 6-8).
En estos versículos se nos habla, además, de otro factor importante a la hora de medir la felicidad: la capacidad para conciliar el sueño; porque si no dormimos, nuestra vida se convierte en una interminable cuesta arriba… que nos agota.
Por eso, las palabras de este salmo son tan ciertas y esperanzadoras. Porque el único que nos puede mostrar el bien, lo bueno, y llenarnos de alegría con ello, es nuestro Dios. Y esto sin conexión con lo que puedas o no tener, o con los miedos que puedas o no experimentar. La confianza en Dios trae paz, alegría y bien a nuestras vidas.
Y es este concepto de “el bien”, con mayúsculas, como paradigma de lo que es opuesto al mal, lo que me llamó la atención en esta oportunidad.
Según el diccionario, el bien es: “Aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género, o lo que es objeto de la voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal”. Una definición difícil de entender, quizás porque el concepto que expresa va más allá de la mera comprensión intelectual del término. Dos cosas, sin embargo, podemos extraer de ella para poder entender a qué nos estamos refiriendo: primero, que el bien tiene mucho que ver con la perfección; y segundo, que todos buscamos a y nos movemos por lo que consideramos el bien, aunque nuestra percepción de este no sea correcta.
Y, de nuevo, las palabras del salmista, en este caso el rey David, nos iluminan:
Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado.
Oh, alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti” (16:1-2).
Es muy difícil definir el bien de forma objetiva, ya que por definición existe un componente de subjetividad en el propio término. Sin embargo, para los cristianos, para los que creen en Cristo y en sus palabras, el bien se identifica con Dios y su voluntad. Y aunque no tengamos una definición al uso, sí tenemos muchas indicaciones de lo que es el bien, también al considerar lo opuesto a él, lo que no es el bien. Vamos a intentar pensar un poco más en esto.
En el propio diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, existen definiciones que lo son por su opuesto. Por ejemplo, si buscamos “mal”, la primera acepción de este sustantivo es: “Lo contrario al bien; lo que se aparta de lo lícito y honesto”, de lo cual deducimos que el bien es aquello que está permitido, lo decente, lo razonable, lo que es justo por ley, que, en nuestro caso, es la ley de Dios, ya que “el bien”, con mayúsculas, ha de basarse en algo que no cambia ni se marchita, y eso sólo puede darse en la incontestable ley divina, la que rige los astros y, si somos receptivos, nuestra vida también.
Por tanto, si seguimos con esta definición de lo que no es, o de los contrarios, podríamos afirmar que el bien, aparte de ser lo contrario al mal -como ejemplifican los pasajes de Génesis 2:, Job 2:10 Salmos 37:27 o Romanos 7:19- también se opone a las obras abominables o al engaño: “Se han corrompido, hacen obras abominables; no hay quien haga el bien” (Sal.14:1; 34:13,14).
Pero, personalmente, prefiero pensar en los rasgos positivos asociados en la Biblia con este término, ya que eso nos ayuda a entenderlo y a enriquecer nuestro archivo de elementos a cubrir si es que estamos en la búsqueda y desarrollo de ese BIEN.
Lo primero que debemos recordar es que el bien es un regalo de Dios. En el salmo 85, un precioso compendio de las dádivas de Dios a su pueblo y de su continua misericordia, dice: “Jehová dará también el bien, y nuestra tierra dará su fruto” (v.12). Como ya se apunta aquí, este bien tiene mucho que ver con nuestro bienestar, aunque su desarrollo va mucho más allá de eso, y no sólo se reduce a mí, sino que su radio de acción implica a los de nuestro alrededor; yo diría que supera al bienestar y se convierte en el “bienser” o bien vivir, como apunta el versículo 24 de 1 Corintios 10: “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro”.
Otro de los puntos a destacar, es que el bien se asocia con los justos, mientras que a los injustos o impíos se los relaciona con el mal (Pr.11:10). Este parece un punto obvio, pero si pensáramos más en este tipo de obviedades, quizás nos comportaríamos de manera más consecuente, no sólo con lo que somos sino con lo que afirmamos que somos. Y esto nos lleva a la siguiente asociación, la que se hace entre el bien y la integridad: “Porque sol y escudo es Jehová Dios; Gracia y gloria dará Jehová. No quitará el bien a los que andan en integridad” (Sal.84:11). Si somos justos y, por tanto, hemos recibido el bien de parte de Dios, la integridad ha de ser un componente imprescindible de nuestra conducta.
Y qué decir de la alegría, o la paz. Ambas son compañeras inseparables del bien. ¡Y nuestras! Si es que el bien habita en nuestra vida y la permea; si es que las leyes de Dios y sus palabras son lo que rige nuestro ser, pensar y hacer: “Engaño hay en el corazón de los que piensan el mal; pero alegría en el de los que piensan el bien” (Pr.12:20); “…y temerán y temblarán de todo el bien y de toda la paz que yo les daré” (Jr.33:9b).
Llegados al final de este artículo, no sé si ha quedado más claro lo que es el bien o simplemente hemos divagado por los alrededores de este término, tan complejo y difícil de asimilar. Pero lo que sí queda clarísimo es que los justificados por la sangre de Cristo, es decir, aquellos que somos de la familia de Dios y que sabemos nuestro destino eterno, tenemos que buscar el bien en todas sus formas y maneras… ¡y seguirlo!; el bien que viene de Dios, que tiene su esencia en Él, y que se define partiendo de Sus palabras. En las funcionales palabras de Pablo:
“Que hagan (¡hagamos!) BIEN, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1ªTm.6:18,19).