LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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¿Cómo combates la contaminación de tu alma?

En las últimas décadas, hemos oído múltiples veces la palabra “contaminación”. Se habla de la contaminación atmosférica… De la contaminación lumínica… De la contaminación medio ambiental… De la auditiva… En fin, básicamente casi todo es contaminable. Porque contaminar significa alterar, dañar alguna sustancia o sus efectos, la pureza o el estado de alguna cosa.

En los últimos años, la contaminación de la que más se habla es la alimentaria, en especial la que afecta a nuestro cuerpo, el físico, y prosperan las dietas depurativas de todo tipo, y nos obsesionamos con el tema ecológico y dietético. Y aunque lo de la obsesión nunca es bueno, el preocuparnos por comer de forma saludable e intentar mantener nuestro cuerpo en la mejor forma posible no es malo, ya que hablamos de cuidar el templo del Espíritu Santo.

Así pues, es este de la contaminación, un tema importante. Siempre lo es aquello que daña la pureza, la esencia y estado de una cosa. Sin embargo, parece que nos importa poco contaminar nuestra alma, nuestra mente, nuestro corazón… Lo que al fin y al cabo es lo más importante del ser humano; lo que lo define y diferencia de los meros animales. Dejamos que toda clase de cosas entre a través de nuestros ojos y nuestros oídos. Cuidamos lo que entra por nuestra boca, pero no cuidamos esos otros canales a través de los cuales ciertamente contaminamos nuestro estado de pecadores rescatados, nuestra esencia de nuevas criaturas, nuestra pureza como hijos de Dios.

Admitimos, pues, que cierto tipo de imágenes o discursos pueden dañar nuestro espíritu, nuestra alma. Pero va mucho más allá de esto, recordemos las palabras de Jesús para darnos cuenta de cuán alejados estamos de dominar esa contaminación real y sumamente perjudicial para nuestras almas: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre (…) ¿También vosotros estáis así sin entendimiento? ¿No entendéis que todo lo de fuera que entra en el hombre, no le puede contaminar, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina? Esto decía, haciendo limpios todos los alimentos. Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez.

Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Marcos 7:15,16).

A ninguno nos gusta que nos describan como “contaminado”, aunque ciertamente lo estamos, en mayor o menor medida. Y ciertamente hemos de procurar con todas nuestras fuerzas volver a la esencia, a la pureza que la limpieza a través de la sangre de Cristo nos garantiza y la presencia del Espíritu Santo nos confirma. Por eso nos agrada recordar esa otra lista, la bonita, la del fruto del Espíritu Santo, en vez de repasar esta que acabamos de mencionar. Sin embargo, y a pesar de lo impopular del tema, me gustaría hacer algunas consideraciones acerca de esta lista de contaminantes que ineludiblemente nos aleja de Dios, para que así seamos un poco más conscientes del peligro que esta exposición no ya ambiental sino individual, presenta para cada uno de nosotros.

En primer lugar, me gustaría destacar cuál es el principal y más importante contaminante, por eso se lo menciona el primero: los malos pensamientos.

Estos salen del corazón, como todo lo demás, pero digo yo que para que salgan, antes tenemos que haberlos puesto allí. Y esto me provoca una pregunta en la que llevo meditando por algún tiempo: ¿Por qué hay un grupo de personas que piensan positivamente cuando enfrentados con un problema u ofensa percibida, mientras que hay otro grupo que siempre está dispuesto a ver maldad y malas intenciones en todo? ¿Por qué algunos piensan “habré entendido mal, seguro que no era esa su intención”, mientras que otros deciden “es que quiere hacerme daño, me tiene manía”? Y de repente, al leer este pasaje de Marcos, se me aclararon las dudas. Se debe a que los que piensan mal, habían puesto malos pensamientos en su corazón, y por tanto es lo que sacan de él. Por el contrario, los que piensan bien, los que dan el beneficio de la duda y se preocupan por aclarar los malos entendidos, son aquellos que siguen lo que la Biblia nos manda en Filipenses 4:8: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad”.

¿Qué tipo de persona eres tú? Sé sincera contigo misma. Porque si lo que metemos en nuestra mente son críticas, cotilleos, soberbias, mentiras, ataques, quejas y palabras hirientes o soeces (lo que se ve hoy en el 95% de los programas televisivos, por ejemplo), ¿cómo vamos a sacar después buenos pensamientos de nuestro corazón? Nos va a resultar extremadamente difícil, además de que de la abundancia del corazón, habla la boca.

Pero volviendo a la lista de contaminantes, me gustaría fijarme en otro, una palabra que suele pasarse por alto, ya que en nuestro humano parecer no es tan “importante” como las demás: la maledicencia. Una de las grandes asesinas del gozo y el crecimiento en el cuerpo de Cristo. Maldecir es decir mal. Y la maledicencia es el hablar mal de alguien, el criticar malintencionadamente lo que ha hecho. No debemos hablar mal de nadie, sobre todo si no sabemos realmente lo que ha pasado, lo cual es el 99% de las veces, ya que siempre hay otra versión de los hechos. Por eso no hemos de hablar mal de nadie nunca, porque no sabemos si esta vez estamos vilipendiando a un inocente y… ¿para qué? ¿Para llenar unos minutos de conversación? ¿Para sentirnos bien porque aunque sabemos que no llegamos a la medida de Cristo, el otro tampoco? No hablemos mal de nadie, porque eso es una maldad que sale de dentro y nos contamina.

Por último, el contaminante de la insensatez. Tenemos que tener muchísimo cuidado con ésta, porque en la sociedad actual está constantemente en el ambiente, fomentada por la inmediatez y superficialidad de los medios. Como todo pasa tan rápido y hay tanta información, no da tiempo a analizar, sino sólo a aceptar o no, sin profundizar o hacerte las mínimas preguntas para corroborar si lo que se está exponiendo tiene sentido. Si alimentamos nuestro corazón con insensateces constantemente, no reconoceremos una cuando nos salte a la cara.

Sé que probablemente cuidas lo que entra a tu boca; algo perecedero. Pero, ¿cuidas con igual esmero lo que entra por tus ojos u oídos? Y, más importante aún, ¿dejas que eso que entra ponga malos pensamientos en tu corazón? Porque las consecuencias de esa actuación perduran a eternidad…

Débora Fernández de Byle