LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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Como viendo al Invisible

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La fe es el principio vital del justo

Los sentidos corporales son los medios por los cuales tenemos contacto con el entorno: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Ellos llevan una gran cantidad de información a nuestro cerebro, el cual la procesa generando diferentes reacciones al medio y, a la vez, enriqueciendo el banco de nuestra memoria. El sentido de la visión es muy necesario, pues, a través de las imágenes captadas, se transmite información de un objeto determinado: el color, profundidad, altura, movimiento, posición, etc. Las imágenes visuales brindan mucha ayuda en la enseñanza: permiten captar mejor la atención y aumentan el porcentaje de memorización. Son una herramienta muy útil en el ámbito del aprendizaje y el conocimiento.

En el ámbito espiritual sucede lo mismo. Un creyente aumenta su conocimiento del Dios invisible, que habita en luz inaccesible, a quien ninguno de los hombres ha visto ni le puede ver (1 Timoteo 6:16), por el uso continuo de los ojos de la fe.

A.W. Tozer dijo: “La fe es el órgano del conocimiento”. Es ella el instrumento por el cual podemos acercarnos a Dios, pues, sin ella es imposible agradarle. Ella nos permite ver más allá de la razón y de lo que nuestros ojos pueden percibir.

La fe es necesaria no solo para la conversión del pecador, sino que ella es el principio vital del justo. Hace presente el porvenir y visible lo invisible. Es por ello que la Biblia recalca en cuatro ocasiones este principio: “el justo por la fe vivirá” (Habacuc 3:4; Romanos 1:17; Gálatas 3:11; Hebreos 10:38). La fe es el único instrumento de medida que permite apreciar el verdadero valor y la real duración de todas las cosas.

Fue por fe que Moisés renunció a la fama, riquezas y placeres temporales de Egipto. Aunque criado en el lujo, el poder y la sabiduría de un gran imperio como hijo adoptivo de la hija de Faraón, con un puesto asegurado en la élite social, siendo ya adulto escogió sufrir con el pueblo de Dios. Pudo ver lo que no se veía: tenía la mirada puesta en el galardón.

Al identificarse con su pueblo, debía pagar un precio: persecuciones y sufrimientos. Pero la fe le dio la energía interior para superar los obstáculos; le sostuvo. Vio al Invisible revelársele como el gran “Yo soy”; lo vio abrir camino en el Mar Rojo, sacar agua de una roca, enviar alimento desde el cielo… y tenía una comunión tan estrecha con Él, que podía acercársele reverentemente como a su amigo (Éxodo 33:11). Indudablemente, todo esto fue mucho mejor que disfrutar de los deleites temporales del pecado en Egipto.

Fue la fe lo que brindó el poder a un joven sin experiencia militar, para poder enfrentar un gigante guerrero con los humildes utensilios de un pastor (1 Samuel 17). No fue la armadura del rey lo que le ayudó, pues limitaba su destreza y agilidad para el combate. David la desechó. Por eso, confiadamente, dijo: “Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y con lanza; porque de Jehová es la batalla…” (1 Samuel 17:47). La armadura de Saúl nos habla de todos los recursos y las precauciones de la sabiduría humana; ¡la fe los considera como trabas! Con un palo y una honda de pastor, David lanzó la piedra al gigante Goliat y lo derribó al suelo, cortándole luego la cabeza con su propia espada. ¡Qué escena tan memorable! Ilustra el poder de la fe, esa fe que permite al creyente de rodillas obtener semejantes victorias. Y miramos al Señor Jesús, quien derrotó a Satanás utilizando su propia espada: la muerte. Es la victoria de la Cruz y de la tumba vacía lo que nos permite verlo sentado a la diestra de Dios, y bajo Su dominio: ángeles, autoridades y potestades (1 Pedro 3:22).

David no se amilanó por las circunstancias que le rodeaban. No, ¡se sostuvo como viendo al Invisible! Esta es una importante lección para nosotras; aunque no le veamos, ¡Él está a cargo de la batalla!

El apóstol Pablo padeció dificultades, adversidades y sufrimientos en su servicio al Señor, pero al ser guiado por la fe, pudo decir: “No mirando las cosas que se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co. 4:18). El apóstol estimó que sus sufrimientos aquí en la tierra eran ligeros cuando los comparaba con el peso de gloria que Dios tenía almacenado para él. Sus días y años de aflicción no eran nada comparados con la eternidad bendita que le esperaba.

Warren W. Wiersbe nos dice: “¡Cuán importante es que vivamos con los valores de la eternidad a la vista! La vida cobra un nuevo significado cuando vemos las cosas a través de los ojos de Dios”.

La fe crece con cada promesa que atesoramos, con cada precepto de la Palabra que obedecemos. Ella contiene verdades eternas, por lo que debe morar en abundancia en nuestros corazones, para que podamos comprobar que cada sufrimiento, cada aflicción, cada goce que Él nos permita disfrutar redunda para Su gloria y para bendición nuestra y de nuestros semejantes.

Pero hay un gran obstáculo que impide que andemos en este mundo con la perspectiva de que el Señor guarda nuestros pasos, conoce nuestras debilidades y necesidades y es nuestro compañero fiel no importando el lugar, ni las circunstancias que enfrentemos: el pecado de la incredulidad. Tengamos cuidado de que nuestros corazones no lleguen a insensibilizarse tal como ocurrió con muchos habitantes de Nazaret, pues, habiéndose manifestado el Invisible en la persona de Jesús, solo pudieron contemplar al “hijo del carpintero” (Mateo 13:55).

Al andar por fe, comprenderemos que no hay casualidades, ni eventos fortuitos en nuestra vida; que el amor perfecto de nuestro Padre siempre guía todas las cosas para que obren para bien, y aunque muchas no podamos entenderlas, un día no muy lejano, cuando veamos a nuestro amado y fiel Señor y Salvador, veremos todo ya no por fe, sino por vista.

“Vivo por fe en mi Salvador,

no temeré, es fiel mi Señor;

En dura lid nunca me dejará,

yo vivo por fe, Él me sostendrá”.

Dioma de Álvarez