No debemos permitir que las cosas ordinarias vengan a ser el objeto principal de nuestra existencia
Es siempre provechoso traer a la memoria acontecimientos, personas y lugares que han dejado alguna lección en nuestra vida.
Entre los muchos recuerdos que conservo de mi niñez, nunca olvidaré aquellos días en que permanecía absorta por largo tiempo observando pequeños insectos tales como mariposas y moscas atrapados en una telaraña. Examinaba detenidamente cómo la araña permanecía quieta en su red a la espera de que algún bicho quedase retenido en ella. Cuando esto ocurría, se dirigía a la presa para envolverla con una capa de seda; en una maniobra rapidísima y en tan solo segundos, la recubría con una capa pegajosa de la que no podía escapar. El infeliz angustiosamente luchaba por zafarse, pero sus esfuerzos resultaban infructuosos. Movía una patita, luego la otra, incluso a veces su cuerpo giraba dentro de los finos hilos de la telaraña, por lo que por momentos parecía que lograría escapar de tan funesta suerte. A pesar de sus múltiples intentos, finalmente quedaba irremediablemente atascado en la malla. Trascurrido un tiempo, la araña succionaba lentamente el cuerpo de su presa, dando final existencia a la misma.
El apóstol Pablo, escribiendo desde la cárcel en Roma a su más joven asociado y amado compañero, Timoteo, utiliza la metáfora de un soldado para ilustrarle sobre lo que significa el renunciamiento en la vida cristiana. Le dice a su hijo en la fe: “Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo. Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:3,4).
Todo cristiano es un soldado en el ejército de Dios. En sus cartas, el apóstol con frecuencia se refiere a la vida cristiana como “la buena batalla de la fe” (1 Tm. 6:12; 2 Tm. 4:18), porque al cristiano, en este mundo, lo ve como un soldado movilizado en pleno combate espiritual.
Todas debemos aprender que la vida cristiana no es un patio de juegos, sino un campo de batalla. Ningún soldado se enreda en los negocios de esta vida, mientras está en el fragor de la batalla. Sabe que debe lealtad a sus superiores y a su patria. Así debe ser con nosotras, para quienes nuestra suprema lealtad es Cristo. Él nos tomó por soldados para “la buena batalla”, la de la fe. Toda arma para equiparnos es invisible, y solo la obtenemos por el recurso de la fe.
¿Qué caracteriza al buen soldado? No se sobrecarga con inútil bagaje, es disciplinado a fin de agradar a sus superiores, sabe que su oficio implica inevitables sufrimientos, peligros, golpes repentinos, y que estos preceden a las menciones honoríficas y las condecoraciones.
El soldado no debe permitir que las cosas ordinarias vengan a ser el objeto principal de su existencia. Más bien, el servicio de Cristo ha de ocupar siempre el puesto preeminente, mientras que las cosas de esta vida han de quedar al fondo.
Pero la realidad es que en esta época en que vivimos, estamos tan sobrecargadas de trabajos, responsabilidades, entretenimientos y distracciones, que al igual que un insecto atrapado en una tela de araña, se nos está haciendo muy difícil escapar. Los afanes nos golpean, cada día son menos los cristianos que muestran devoción y amor a su Señor, y aunque decimos ser sus siervos, los hechos revelan a quién es que en realidad obedecemos y en qué gastamos nuestra energía.
Estamos aprisionadas en la telaraña de los negocios de esta vida y con frecuencia no somos conscientes de ello. La sociedad de consumo nos ofrece toda clase de productos, que según sus apologetas saciarán a quienes los obtengan. Comprar, poseer bienes, es la cultura “del tener”, que muchas veces nos demandará muchas horas en trabajos y ocupaciones para adquirir posesiones materiales. No olvidemos que el príncipe de este mundo, Satanás, dirige la sociedad que nos rodea. Él sabe cuántas cosas resultan agradables a nuestros ojos y brindan alegría pasajera al corazón, y sabe que ellas pueden absorber nuestro tiempo, nuestros pensamientos y el afecto de nuestra alma.
Estamos en una verdadera batalla espiritual. Carecemos de fuerzas en nosotras mismas; pero nuestro Capitán es quien en Su gracia infinita nos provee de los recursos necesarios para ser leales en esta lid. Sabemos que por agradarle a Él nos vendrán sufrimientos, peligros y aflicciones; pero hemos de tener nuestros ojos puestos en Él, quien no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó de Su gloria para tomar nuestro lugar en la cruz del Calvario.
No sigamos el ejemplo de las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés (Números 32), quienes, favorecidas con una inmensa posesión de ganado, pusieron sus ojos hacia los ricos pastos de la tierra de Galaad y decidieron establecerse allí. Para ellas, una instalación inmediata en unas condiciones aparentemente ventajosas y cómodas tenía más atractivo que la tierra prometida por Jehová. ¡Qué las cosas de la vida terrena no nos interesen más que la eternidad!
Un soldado comprometido con las cosas de este siglo, vive un cristianismo mundano, con un corazón dividido. Para él, el cielo no tiene valor presente. ¿No es esto mostrar poco amor hacia Aquel que habita allí? Un soldado leal sabe que en las embestidas de esta guerra no está solo, tiene la morada del Espíritu, que va a su lado para guía y dirección; tiene la poderosa espada de la Palabra de Dios, que es más cortante que cualquiera de dos filos; y tiene el socorro continuo de Aquel que peleó primero y salió vencedor. Confiado, busca la aprobación y el galardón de su Capitán, mientras espera pronto verle. Entre tanto, libra la dura lid, desea poder decir al final de sus días como el apóstol Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).
“¿Soy yo soldado de Jesús, un siervo del Señor,
y temeré llevar la cruz sufriendo por su amor?
Lucharon otros por la fe;
cobarde no he de ser:
Por mi Señor pelearé, confiando en su poder.
Es menester que sea fiel,
que nunca vuelva atrás,
que siga siempre en pos de Él…
¡Su gracia me dará!”.