Si no estamos esperando Su venida, nada más nos podrá separar de este presente siglo malo
A las cristianas de esta época nos ha tocado vivir un mundo que experimenta constantes cambios. La sociedad actual está sometida a un avance tecnológico impresionante. Estamos en la era de la comunicación virtual y ella toma cada día más relevancia en las actividades sociales, laborales e incluso en la vida privada. Esto ha logrado que seamos una generación cargada de informaciones y conocimientos que muchas veces sobrepasan nuestra capacidad de asimilación intelectual.
Los medios de comunicación nos estimulan a disfrutar cada momento, a invertir tiempo y recursos en distracciones y entretenimientos. Hemos de trabajar para comprar y gastar; para buscar momentos de placer y diversión, porque según opinan muchos “la vida es una y hay que saberla vivir”. Como decía Horacio: Carpe diem (aprovecha el día).
El hombre y la mujer de esta época post moderna se han convertido en vagabundos de las ideas, no suelen aferrarse a nada. Carecen de certezas absolutas. Hoy se cambia de opinión como se cambia de camisa. Hoy vivimos tiempos triviales.
La verdad ya no se concibe como antes, única y absoluta. Hoy hay “muchas verdades” y cada quien se queda con la que más le satisface. Se vive el momento, se busca el placer inmediato, se evade el sacrificio y se menosprecia el sufrimiento. Así que vivir por un ideal ha quedado fuera de la mentalidad del hombre y la mujer contemporáneos. Vivimos en la cultura de lo instantáneo, no hay tiempo para esperar o analizar.
Esta forma de pensar conduce a una vida sin un apoyo trascendente, sin fe; y esto conduce a la vulnerabilidad, al desencanto y a la decepción. Como el porvenir es incierto -según ellos-, no aceptan ninguna verdad que apoye lo contrario. Por tanto, lo que le da sentido a la vida es cuanto se pueda disfrutar y sacar de ella en el presente.
Las cristianas que hemos experimentado los resultados de la gracia de Dios, habiendo obtenido la salvación de nuestras almas por la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo, sabemos que hay una Verdad absoluta que le ha dado sentido a nuestras vidas: Cristo Jesús, quien es el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). Y vivimos para Él.
Necesitamos aferrarnos a las verdades inmutables de la Biblia, para no ser arrastradas por la corriente de este mundo. Hay una salvaguarda para nuestras almas en medio de estos tiempos: vivir a la espera de nuestro Señor, pues esta es nuestra esperanza gloriosa. El apóstol Pablo la llama “la esperanza bienaventurada” (Tito 2:13). Ella nos brinda consuelo en días de aflicción, paz en momentos de incertidumbre y gozo en medio del dolor.
Los creyentes no estamos abandonados a la tradición, ni al razonamiento de nuestros propios pensamientos, ni al juego de azar de las circunstancias, sino que tenemos la autoridad de la inerrante Palabra de Dios, como garantía de las verdades que creemos. Entre las muchas certezas que alegran nuestro corazón, está el hecho de que la gracia que se inició en la Tierra, nos da una bendita esperanza más allá de esta época y de toda su violencia y corrupción, que será introducida con la aparición de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo.
El apóstol Pablo le recuerda a Tito, su “verdadero hijo en la común fe”, que esta salvación inmerecida de nuestro Dios, no solo nos enseña a vivir en la verdad y la piedad sino a vivir esperando el día en que veremos a nuestro amado Salvador (Tito 2: 11-13). Las cristianas debemos peregrinar asidas a esa esperanza; Aguardando el día en que veremos a Aquel que ha sido fiel compañero en nuestra andadura aquí en la Tierra.
¡Cómo se deleitarán nuestros ojos al ver Su rostro, reflejo de Su amor, que nos ha animado a través de la oscura noche! No aguardamos Su venida sin certeza alguna de que se cumpla: lo hacemos con gozo y en plena certidumbre de fe. Nuestra esperanza está en Él, porque solo por Su poder llegaremos a “ser semejantes a Él”, como leemos: “el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:21). Afirma H. Smith: “No podemos prescindir de la obra pasada de nuestro Señor; para resolver toda cuestión entre nuestras almas y Dios, no podemos prescindir de su obra presente en lo alto, para mantenernos día a día; no podemos prescindir de él para realizar el último y gran cambio”.
Nuestra bendición, nuestro gozo, nuestro todo, está unido a Cristo por los siglos de los siglos. Porque Él es en nosotras “la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27c).
El hecho de que Cristo habite en nosotras, nos asegura nuestro futuro encuentro con Él tanto como si ya hubiera ocurrido. Además, esta esperanza tiene un efecto transformador para el que la lleva en su corazón. El apóstol Juan nos dice: “Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). El resultado de vivir a la espera del Señor, nos guarda del mal y nos va purificando según las normas de pureza establecidas por Él. Por la fe vemos Su carácter glorioso y le seguimos, y esto centra en Él los afectos y purifica el corazón. Hace que nos ocupemos más del Señor y de Sus cosas, pues no quisiéramos que a su regreso nos encuentre haciendo algo que le desagrade. Esto nos separa del mal y nos da fortaleza para el camino.
Si no estamos esperando Su venida, nada más nos podrá separar de este presente siglo malo. Si no esperamos al Hijo de Dios viniendo de los cielos, entonces Él no será el objeto de nuestras almas, ni tampoco seremos capaces, en la misma medida, de captar la mente y los consejos de Dios con respecto al mundo. Recordemos Sus últimas promesas registradas en la Biblia: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra… Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22: 12,20). Que nosotras podamos responderle: “Amén, sí, ven, Señor Jesús”.