Demos gracias cada día, porque Dios es fiel y cumple cada una de sus promesas…
Es muy probable que no nos hagamos con frecuencia esta pregunta: «¿Somos agradecidas?». Generalmente, a lo largo de los días y los años perdemos nuestro tiempo quejándonos por diferentes cosas que nos pasan. Y digo que ese tiempo es perdido porque la queja no es positiva, no nos produce sensación de bienestar, ni gozo, ni alegría. Por el contrario, va llenando nuestro corazón de amargura, de dolor, tristeza, resentimiento, con el resultado de sentirnos frustradas y desorientadas.
Ante un problema o algo que nos molesta, en vez de poner todo en manos del Señor, intentamos en vano una salida, sin reflexionar que sólo Él nos irá alumbrando con su Espíritu Santo para aclarar el panorama y librarnos de la preocupación que nos agobia. Y es precisamente en momentos de prueba cuando más debemos confiar en su poder divino, en las maravillosas promesas de apoyo y consolación que nos muestra en su Palabra: «No te dejaré ni te desampararé» (He.13:5).
¿Te has puesto a pensar, cuando sientes el impulso de quejarte, en las veces que el Señor oyó tus peticiones y te sacó «de las muchas aguas» que te amenazaban?
Volvemos así a la pregunta inicial: «¿Somos agradecidas?». Generalmente creemos que sí, ya que, ante una respuesta de Dios a una plegaria nuestra, nos apresuramos a dar gracias, a manifestar lo maravillosa que fue su misericordia en ese trance difícil, pero… esta actitud nos suele durar poco tiempo. Después de agradecer con fervor, a veces casi de inmediato, reanudamos nuestras ocupaciones, nos distraemos con diversas tareas y parecemos olvidar lo que el Señor nos brindó.
El tiempo continúa y ante una nueva situación difícil, repitiendo el mismo error, acudimos a la queja, al descontento, al inconformismo, sin ponernos quizá a meditar en la importancia que tiene para enriquecernos espiritualmente, e intentar un cambio de enfoque ante los hechos. ¿En qué consiste ese cambio que en verdad modificaría nuestras vidas? Quizá en aceptar nuestra pequeñez ante el Creador. En darle el lugar de preeminencia que le corresponde ante tantas maravillas que nos regala: «Gracias te damos, oh Dios, gracias te damos, pues cercano está tu nombre; los hombres cuentan tus maravillas» (Salmos 75:1).
¿Es que no sabemos acaso que al ser sus hijas somos las ovejas de su prado que Él siempre cuidará con amor? Y la confianza que depositamos en su persona, ¿es lo suficientemente profunda y genuina como para permitirnos descansar en su soberanía? Frecuentemente esa confianza flaquea y en vez de acudir a nuestro Señor ante una dificultad y esperar humildemente su respuesta, nos desesperamos tratando de resolver lo que solas jamás podremos solucionar. Sin embargo, cuando una y otra vez repetimos actos que no nos ayudan a vivir bajo el amparo de Dios, Él nos da una señal de alarma que nos permite reaccionar a tiempo y cambiar el rumbo.
Doblamos nuestras rodillas y oramos con total entrega. Es ahí cuando el Señor escucha nuestra oración y nos da la respuesta que necesitábamos. «Gracias a Dios por su don inefable» (2 Co. 9:15).
Pero no siempre hacemos llegar de inmediato nuestro agradecimiento a nuestro Salvador, ya que, ocupadas en gozar del beneficio que nos concedió, retardamos nuestra acción de gracias. Amar a Dios es permanecer en Él, es demostrar día a día nuestra gratitud por ser sus hijas. ¡Hay tantas cosas grandes y pequeñas para agradecer!: Gracias, Señor, por la vida, gracias por este nuevo día en que cubres nuestras necesidades, gracias por el amor de nuestros seres queridos, gracias por ser la luz que va iluminando nuestro camino… Sí, gracias por todo lo bueno que nos das.
¿Es éste nuestro proceder constante, o de pronto nos invade una molesta sensación de descontento? Pero Señor, ¿y este dolor inmenso que sufro?; ¿y mis problemas de salud?; ¿y estas lágrimas que tengo que verter ante esto tan triste que me ha sucedido?… No preguntemos a Dios el porqué de tantos sinsabores, pues éstos forman parte de la vida.
El Señor no nos prometió un lecho de rosas; por el contrario, nos predijo que en el mundo tendríamos aflicciones, pero también nos prometió que Él vencería al mundo. ¿Qué haremos ante las pruebas? Pues agradecer también, porque por medio de ellas crecemos, maduramos y aprendemos a valorar todo lo bueno que Dios nos ofrece. Claro que es difícil dar gracias cuando sufrimos, pero si confiadas en Cristo le pedimos que nos ayude, que nos dé fuerzas, una y otra vez podremos decir: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4.13).
Estamos preparadas para afrontar las diversas situaciones y problemas, como decía el apóstol Pablo, ya sea en la escasez o en la abundancia, pues «Dios suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Fil. 4:19).
Al intentar enumerar las diversas bendiciones que Dios nos prodigó a lo largo de nuestra vida, nos sorprendemos al recordar todo lo que hemos recibido. ¿Habremos agradecido de igual manera cada una de esas bendiciones? ¿No será, quizá, que muchísimas cosas que disfrutamos a diario las recibimos sin pensar que cada una de ellas es una gracia de Dios? Sólo hay una forma de reconocer y aceptar tanta bondad, y es afirmarnos en la fe y confianza en nuestro Dios. Él es una fuente inagotable de energía que nos da fuerza para la lucha, nos llena de su Espíritu Santo y nos nutre de esas buenas intenciones que nos llevan a ser obedientes a sus mandamientos. De esa obediencia van surgiendo y se van manifestando cualidades y virtudes propias de cristianas fieles a sus deberes para con Dios y con los hombres.
Nuevamente, demos gracias a Dios por esa fe y demos muestra de la riqueza enorme que encierra una vida consagrada. Nuestra fe debe ir siempre acompañada de buenas obras y buen testimonio de vida. Por eso, digamos: «Gracias, Señor, por permitirnos demostrar amor, paciencia, piedad, mansedumbre, bondad, misericordia, perdón»; «Gracias, Señor, por tu disciplina y las pruebas»; «Gracias por demostrarnos que después de cada caída podemos ponernos otra vez de pie, porque Tú nos sustentaste». Y así comprobaremos cada día que un corazón agradecido es grato a Dios. Acerquémonos a Él con corazón sincero y con fe profunda. Demostremos firmeza en nuestro proceder, sin fluctuaciones, fortalecidas en la esperanza de que el Señor seguirá siempre a nuestro lado, y demos gracias cada día porque Dios es fiel y cumple cada una de sus promesas (Ef. 5.20).
Y si tanto hay para agradecer a Dios en el transcurrir de toda nuestra vida, podemos también tomar plena conciencia de haber tenido la gracia de ser elegidas como sus amadas hijas para darnos la maravillosa gloria de la salvación y la vida eterna. Ese es su mayor acto de amor hacia nosotras, y lo que nos permitirá vivir confiadas y agradecidas: «… los llamados reciban la promesa de la herencia eterna» (He. 9:15).
¡Cómo, entonces, no sentirnos agradecidas ante todos los beneficios que el Señor nos ofreció y nos sigue brindando! Es realmente hermoso poder dar gracias en estos años de vejez por haber confiado en Él y haber podido ampararnos en la sombra de sus alas cuando nuestro corazón desmayaba. Él seguirá siendo nuestra esperanza, el reposo de nuestra alma y nuestro refugio permanente.
Gracias Señor por seguir dándonos vigor, por rejuvenecernos como el águila para poder continuar alabando tu grandeza. El camino recorrido ha sido largo, cada día nos traerá alegrías o sinsabores, pero seguiremos la marcha seguras y firmes porque Tú eres nuestra fortaleza y nuestra salvación.
«Jehová el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como de ciervas, y en mis alturas me hace andar» (Hab.3.19).