Tú y yo somos perfumistas dedicadas a producir los mejores aromas
¿No es para toda mujer, un buen perfume como un fino tesoro? El perfume ha sido muy famoso desde la antigüedad. Los egipcios desarrollaron todo un arte en la elaboración de ungüentos, que usaban desde el baño natural hasta para embalsamar a sus muertos. Los tarritos de perfume procedentes de la Tumba de Tutankamón han sido muy célebres. Los israelitas, de igual manera, hacían mucho uso de los perfumes y los óleos perfumados. Preparaban el áloe, la casia, la canela, la mirra, el incienso y el nardo, muchos cultivados en la ribera del Jordán. Recientes investigaciones arqueológicas en Chipre, han destapado los que se creen son los perfumes más viejos del mundo. ¡Datan de hace 4000 años!
Lo cierto es que la perfumería es un arte y el perfumista es el experto en desarrollarlo. Es, por así decirlo, «la nariz» del asunto, debido a su fino sentido del olfato y a la habilidad para la creación. Es un artista entrenado en los conceptos de estética de la fragancia; posee un conocimiento afinado de la vasta variedad de ingredientes de la fragancia. Es semejante a los probadores de sabores, que componen olores y aromatizantes para muchos productos alimenticios comerciales. El proceso de elaboración es largo, lleva meses o años, y habrá que probar múltiples mezclas hasta llegar al producto final. Hoy existe una sofisticada industria para la elaboración de los mejores perfumes. París es «la capital del buen olor» y los precios son altamente competitivos.
Muchas veces he agradecido a Dios el sentido del olfato. Es un privilegio percibir aquellos aromas que nos deleitan. ¿Has notado que este sentido, al quedar impactado en un aroma, conserva la memoria de lo que ha percibido? Fíjate que cuando percibimos un aroma, después de mucho tiempo puede recrearse emocionalmente todo el acontecimiento en el que se percibió la primera vez. Se ha transformado en un «sentido evocador de recuerdos». Una gota, tan sólo una gota en el fondo del alabastro de nuestra memoria, nos transporta a los días amados de nuestra infancia, las tardes eternas de verano, el patio familiar con los aromas de rosas y jazmines y las cocinas de madres y abuelas preparando los deliciosos manjares que tanto deseábamos saborear. Y aún más, guardamos en nuestra memoria el olor de nuestros amados, porque todos estamos asociados a un aroma particular.
Me gustó este pensamiento: Nadie sabe qué olor tiene para su perro; sólo sabe que diez años más tarde y de noche, disfrazados, heridos y en harapos, el perro nos reconocerá entre las demás personas.
De la misma manera, nadie sabe el perfume que su alma exhala para Dios, qué aroma llega a su presencia por el cual pueda reconocernos como hijas suyas …
Los buenos perfumes, los auténticos, requieren determinada dosificación, un equilibrio en sus componentes. Esa es la clave del éxito.
Salomón nos relata la historia de un perfumista (Ec10:1). Recibió este nombre porque debió haber pasado largos años de preparación y experiencia. A cada paso en su carrera trataría de mejorar sus técnicas y el producto de su trabajo; así llegó a ganar «un buen nombre». Y cuando las personas hablaban de él, sabían que lo que producía era de buena calidad y de gran valor. Sin embargo, en un descuido, moscas muertas cayeron en el perfume, y lo que costó tanto tiempo, quedó arruinado; las moscas destruyeron la hermosa fragancia y el aroma comenzó a heder…
Tú y yo somos perfumistas dedicadas a producir los mejores aromas para quienes nos rodean, pero, sobre todo, para Dios. Hemos de producir un perfume de buena calidad, auténtico, para Dios; que sea el producto continuo y constante de una vida que dé buen fruto; porque el grato perfume a Dios es como el buen fruto, y nuestra fidelidad a Él es la esencia de nuestra fragancia.
¿Quién instruyó a las mujeres para ungir a Jesús con sus perfumes? ¿Dónde estaba escrito? ¿Casualidad? ¿Costumbres de la época? No, no es casual. Quizás pudiera ser costumbre de la época, sin embargo, lo tangible y sorprendente fue que fueran mujeres. Real, por los atributos que Dios nos ha dado: con un diseño especial, una forma de ser, un carácter, sensibilidad y capacidad de adoración espontánea, creativa, innovadora y sin reservas. Esa emoción que impartimos en nuestra adoración es única e irrepetible en ningún otro ser creado. ¿Quién no ha regado, metafóricamente, en alguna situación, los pies del Señor con sus lágrimas, quebrando el alabastro de su corazón porque no se conformaba con derramarlo gota a gota? Alguna vez he visto los frascos de alabastro; eran redondeados en su parte inferior y se iban cerrando en su parte superior hasta formar un pico en la punta. Si los volteabas el perfume salía por gotas. La mujer de Juan 12 no tuvo reparos: quebró el frasco de nardo puro, equivalente a la ganancia anual de un jornalero, porque sabía que Jesús era digno del mejor perfume, de todo él. No podemos confiar en nuestras fuerzas, sabiduría o años de experiencia. La cruz debe ser nuestro faro y única manera de mantener fresco el aroma de nuestro perfume. Dios permita que nunca nos descuidemos y que permanezcamos siempre alertas, pendientes para espantar las moscas que revolotean sobre nuestros frascos de buen olor.
«He recogido mi mirra y mis aromas» (Cnt. 5:1). ¿Qué aroma recoge el Señor en los momentos duros de nuestra vida, en la calamidad, enfermedad o escasez? Hoy, el Rey está sentado a la mesa (Cnt. 1:12), deseando recibir el mejor aroma de nuestra vida, no sólo en tiempos de alabanza sino en cada momento que podamos hacerlo.
A un niño se le dio una vez un frasco de perfume. Lo sacó para mostrarlo a sus compañeros. Pero antes lo escondió de ellos detrás de su espalda, diciendo: «¿A que no adivináis lo que tengo?» Los niños se pusieron tan curiosos que allí mismo levantó en alto el frasco sobre su cabeza y exclamó: “Perfume, esto es lo que tengo». Los muchachos leyeron cuidadosamente la etiqueta como mejor pudieron. Finalmente, uno de ellos dijo: «Esas sólo son palabras, ¿por qué no quitáis el corcho de la botella y te diremos si es verdad o no?». Pronto el niño estuvo trabajando con su navajita, y cuando soltó el corcho, los muchachos olieron profundamente y uno de ellos dijo con aire de dar el veredicto final: «Era lo que decía».
Hay una gran necesidad en este mundo de que los cristianos quitemos el corcho de nuestra botella. Permitamos que el mundo respire la fragancia de la Rosa de Sarón, que florece en nuestro corazón. Alguien puede decir: «Voy a la iglesia, soy creyente desde hace años…» Pero esto no es suficiente. ¡Esas sólo son palabras! Hemos de retirar el corcho de nuestra botella y permitir que el mundo huela el olor de Cristo.
¿Florece en nuestro corazón la Rosa de Sarón? Que se nos conceda la gracia de esparcir nuestra fragancia sin reservas, y que nuestra obra en el tiempo presente sea el fruto de un frasco de perfume viviente.