El Señor está cerca… ¡hagamos de Su presencia nuestra morada!
Los estudiosos de la conducta humana suelen estar de acuerdo en el aspecto beneficioso de las relaciones interpersonales, y sobre los resultados positivos que trae el tiempo que dedicamos para cultivarlas. Se utiliza la frase “tiempo de calidad”, no refiriéndose a la cantidad de horas que podamos compartir con alguien, sino a la calidad de la interacción que se logra al dedicar atención plena y significativa a esa persona.
No se trata simplemente de estar junto a alguien, sino de estar verdaderamente presente, demostrando interés por el otro. Este tipo de tiempo suele incluir conversaciones profundas, actividades que se disfrutan juntos o cualquier experiencia que fomente la cercanía y comprensión mutua. Así que se nos aconseja dedicar “tiempo de calidad” a la pareja, a los hijos, a los padres, a los amigos, etc.
Pero la realidad que vivimos en nuestros días, es que la mayoría estamos atrapadas en un torbellino de quehaceres. Entre el trabajo, las responsabilidades y las tantas tareas rutinarias, cada vez disponemos de menos tiempo para compartir con los demás.
No olvidemos que también tenemos una relación personal con nuestro Dios. Él nos creó con la necesidad de tener comunión con Él a través de nuestro espíritu. Así que, en el curso de estos días apresurados, es bueno meditar en el tiempo que dedicamos para relacionarnos no solo con los demás seres humanos, sino principalmente con el Señor.
Blaise Pascal escribió: “En el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de Dios, y este vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada, solo por Dios”.
Recordemos que, como cristianas redimidas por la sangre de Cristo, debe ser prioridad cultivar un trato íntimo con nuestro Señor, y es saludable preguntarnos: ¿Cómo está nuestra relación con Él? ¿Es gratificante? ¿Cada día es más profunda y sincera? ¿Se limita a unas breves horas del día con una pequeña lectura bíblica y un tiempo de oración reglamentario? ¿Disfrutamos de estar a solas con Él? ¿Podemos apropiarnos de las palabras del salmista: “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela” (Sal. 63:1)? ¿Nos deleitamos en Su amor? ¿Conocemos cada día por experiencia la profundidad de ese amor? Esto solo se logra pasando “tiempo de calidad” con nuestro Salvador.
Las Escrituras contienen muchos cánticos. Algunos celebran la creación o hablan de victoria, otros expresan alabanza o adoración. Pero en el Cantar de los Cantares se expresa el amor de Cristo por los suyos. Aquí encontramos hermosas figuras espirituales que nos hablan del trato íntimo del Señor con aquellos a los que ama.
Podemos ver instrucciones prácticas para “un tiempo de calidad” con Él. Para la esposa, su amado es único entre los hijos de los hombres, es en quien encuentra descanso, sombra y fruto. Por lo tanto, lo compara con el manzano. Dice: “Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes; bajo la sombra del deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar” (2:3).
El manzano es un árbol con una sombra densa y un fruto delicioso. La mayoría de los árboles del bosque pueden proporcionar refugio, pero no tienen frutos. Los arbustos, por otro lado, producen frutos silvestres, pero no dan sombra.
Este árbol por sí solo satisface todas las necesidades. Nos habla de Cristo… Necesitamos estar a sus pies, “bajo Su sombra”. Acallar allí nuestros pensamientos, nuestra agitación, saborear Su presencia, escuchar calladamente Su voz. A Su lado, el cansancio y la amargura desaparecen, y los miedos se tranquilizan. Nos sentamos bajo “la sombra” de Cristo y junto a Él encontramos el reposo de nuestras obras, la liberación de la carga y del calor del día, el refrigerio y la comida para nuestras almas. En este tiempo, hay también experiencias más profundas a donde no entra ningún pensamiento tormentoso, solo el disfrute de Su plenitud. Es cuando descubrimos los placeres y alegrías que están a nuestra disposición como hijas de Dios; descubrimos, tal como la esposa amada de Cantares, que Su bandera sobre nosotras es amor.
¡Qué hermoso! El estandarte nos habla de un Vencedor y una victoria conseguida. El amor de Cristo triunfó, el poderoso consiguió la victoria a costa de Su propia sangre. La victoria obtenida despliega su bandera: el amor, del cual nada ni nadie nos podrá separar: “ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir. Ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna cosa creada…” (Romanos 8: 38,39). Debemos dejar que Él nos lleve a “la casa de su banquete” (Cnt. 2:4).
Muchos creyentes se cansan en sus muchas actividades y se encuentran agobiados por las preocupaciones de la vida. En la casa, en la oficina, en el campo, en el ámbito privado o público, la energía de nuestra mente y de nuestro cuerpo sufre constantemente extremas tensiones. Las condiciones de la época son una amenaza continua para la salud de nuestras almas. ¡Tiempo, pensamientos y medios materiales son exigidos más allá de lo que creemos soportar, a fin de enfrentar las demandas cotidianas! Y fieles hijas de Dios a veces están tan agotadas que les cuesta encontrar un momento de tranquilidad para la oración, la alabanza o la lectura y meditación de la Biblia. Es necesario detenerse y buscar la ocasión para estar con nuestro amado Salvador. Solo Él puede darnos socorro y protección segura.
Pero ¡podemos permanecer junto a Él, no por un momento, sino por siempre! Si lo queremos, podemos gustar desde ya la promesa milenaria: “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente” (Salmos 91:1). Bajo Su sombra aprenderemos más de Su persona, de quién es Él, lo que hizo y lo que puede hacer. El Señor nos llama a conservar ese “tiempo de calidad” con Él. Como les dijo a sus discípulos antes, repite hoy: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto y descansad un poco” (Marcos 6:31). No tenemos que ir lejos para disfrutar de Su compañía. El Señor está cerca. Pero cuando lo encontremos, sentémonos allí y hagamos de Su presencia nuestra morada.