Tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios
A veces nos pica la curiosidad en cuanto a lo que se dice de nosotras, pero, presintiendo oír algo negativo, preferimos ignorarlo. Acertó Salomón -¡claro!- al exhortar a su hijo: Tampoco apliques tu corazón a todas las cosas que se hablan, para que no oigas a tu siervo cuando dice mal de ti; porque tu corazón sabe que tú también dijiste mal de otros muchas veces (Ecl.7:21,22).
Todos tenemos algo por lo que ser criticados. Que nadie está libre de pecado, también el Predicador lo señala: Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque (v.20). ¿Un consuelo o una pena? Lo último, desde luego. Hacer el bien requiere un esfuerzo al que la naturaleza humana se resiste. Pecar es, sencillamente, dejarse llevar. Por tal razón no hay quien escape al escrutinio de los demás. Unos pecan y otros malévolamente toman nota para comentarlo, cambiándose las tornas en menos que canta un gallo; y en ocasiones, lamentablemente, nos da por interpretar mal un dato, una situación o unas palabras. Lo mejor entonces es “no aplicar el corazón a todas las cosas que se hablan”.
Cómo me gustaría, en cuanto a mi diario acontecer, que de mí se pensara, comentara y me dijeran lo que a Abraham, y luego a Jacob, sus vecinos: “Dios está contigo en todo cuanto haces” (Gn.21:22). “Hemos visto que Jehová está contigo” (26:28). Y no porque la abundancia de mis bienes materiales les sorprendiese, que también Dios puede bendecir con ellos, sino por la riqueza superior de una vida en que fueran manifiestos los caminos del Señor; porque este estilo de vivir es trascendente, y sus efectos se propagan con saludables consecuencias.
Sí, aun sin querer observar, los de nuestro alrededor saben quiénes somos, y lo que esperan de nosotras como cristianas; y cuando ven lo que esperan, entonces pueden aplicarnos tan hermosos dichos.
Además, de Abraham dijeron: “Eres bendito de Jehová”, y “Eres un príncipe de Dios entre nosotros”. No se opina así de nadie sólo por su riqueza material. Los hombres y mujeres de Dios tienen que reflejar el divino carácter, la participación de la santidad. Así ha sido en todas las etapas de la historia, y no puede ser de otra manera.
Porque la vida cristiana no es religión, sino una relación de amistad con Dios, generada por el nuevo nacimiento, operado éste a su vez por la fe en quien se ofreció voluntariamente por nosotros en la cruz: Cristo el Señor… y tiene que ser poderosamente trascendente.
El comportamiento es lo que se ve y lo que influye en el entorno. Las palabras no pueden borrar lo que los hechos publican. Entonces suspiramos por ser como nos manifestamos en la hora de quietud ante el Señor. Pero suele ocurrir que, presentada la ofrenda en el divino altar, al tener que hacer frente a lo cotidiano, volvemos a lo mismo, y olvidadas de cómo nos vimos en el espejo de la Palabra, nos quedamos en meras oidoras, y no hacedoras de ella. ¿El por qué?
Hombres y mujeres denominados “de Dios”, lo pusieron por su esperanza y habitación, roda y salvación, pudiendo decir: “Está mi alma apegada a ti”. ¿Cómo lo aprendieron? Primero oyeron la inconfundible voz llamándolos a seguirle y, luego, sin vacilaciones, totalmente decididos, le sirvieron agradándole con temor y reverencia, en el poder maravilloso que recibían de Él. Cuando se conoce a Dios se terminan los ritos y comienza una relación por la que el alma va participando de la santidad divina, y eso no puede por menos que trascender y afectar a otros.
Si eso es lo que queremos, nuestra vida debe ser vivida “cerca de los altares de Dios”, “donde hasta el gorrión halla casa, y la golondrina nido para sí donde ponga sus polluelos” (Sal.84). Tan conscientes de la Presencia, tan afirmados Sus caminos en el corazón, que nos sea difícil caer en las sutiles trampas del enemigo.
“Dios está contigo en todo cuanto haces”. Eres lo que haces, porque lo que haces te forma y conforma, te da el carácter que tienes. Tus actitudes hacia los demás te definen.
Además, también las palabras revelan lo que somos, por más que quisiéramos ocultar nuestra personalidad. Y en cuanto a los pensamientos, que afortunadamente nadie puede leer, aunque sí adivinar en ocasiones, son los que se encargan de fraguar lo que seremos. Un conocido proverbio chino reza: “Siembras un pensamiento, recoges un acto; siembras un acto, recoges un hábito; siembras un hábito, recoges un carácter”.
No sé cómo se sucedían los días del amado Isaac, aparte de su diligencia en labrar la tierra, pastorear sus rebaños y abrir nuevos pozos. Sí sé que sus cosechas producían a ciento por uno, sus hatos se multiplicaban, y los pozos cavados por sus siervos ofrecían caudales de aguas vivas en lugares amplios. Y sé que toda su prosperidad se atribuía al Dios de Abraham su padre, y que, por amor a éste, Dios lo cuidaba. Sé que, anhelante de la divina bendición ¡porque eso era lo que le interesaba!, invocaba el Nombre del Todopoderoso, bajo cuya sombra se sentía protegido.
La vida del creyente, sus bendiciones, no se expresan siempre mediante la riqueza, la prosperidad material y el engrandecimiento que conduce al poder. Algunos tienen que haber, sí, y los hay, sabios, poderosos y nobles. La riqueza material no va sistemáticamente unida a una vida rendida al Señor; frecuentemente lo contrario es lo cierto. Pero los extraños percibieron en los actos, las palabras y la abundante riqueza de Isaac, la mano poderosa del Dios único favoreciéndole: “Hemos visto que Dios está contigo”.
Nuestra prosperidad empieza, como la del patriarca, en los altares del Altísimo, en lo secreto de nuestra cámara, donde le llamamos: “Rey mío y Dios mío”. Cuando Sus caminos están esculpidos en el corazón, somos poderosas (Sal. 84:5), vamos cavando pozos de aguas vivas, sacándolas a la luz cuando las pruebas, a semejanza de un valle profundo que nuestras lágrimas cubren, vienen a ser el instrumento que transforma éstas en el precioso elemento sustentador.
Y en cuanto a la fama que podamos tener, no preocuparnos sino de “que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de nosotras (Tito 2:8); y, por supuesto, de lo que diga el Señor. ¿Qué dice Él de mí? ¡Qué bien nos conoce! De Natanael testificó: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño” (Jn.1:48). Y en cuanto a Abraham, aseguró: “Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa … que guarden mi camino, haciendo justicia y juicio (Gn.18,19).
De mi diaria meditación, hoy leo en Hebreos 12 lo que os ofrezco y deseo para mí: Recibiendo nosotras un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia. Esto es en lo que verdaderamente debemos estar ocupadas. Esto es lo único que nos debe preocupar.