Este preciado líquido aromático, toma diversas formas al tocar el aire…
Abro la pesada Biblia de papá que descansa sobre su escritorio, quizás extrañando las manos de su dueño, y una carta amarillenta se asoma. Mi curiosidad puede más y me sorprendo ante los infantiles trazos. Navidad de 1952.
Marañas de recuerdos vienen a mi memoria y me veo preparando junto a la vieja estufa a leña mis zapatos, el pasto, un plato con agua para los camellos y pedacitos de turrón almendrado para un rey goloso. Todo está listo, en pocas horas correré con mis hermanos detrás de los soñados Reyes, que montados en caballos de madera llegarán hasta la plaza donde una inmensa estrella descenderá desde el campanario mayor a recibirlos. Todo alimentaba mis sueños de niña, aquellos que mi amoroso padre hacía realidad años tras año.
Amanece y, presurosa, voy en busca de mi esperado regalo. Y allí, preciosa, única, con su mirada detenida, está mi primera muñeca de trapo, la que vestí, peiné y acuné el tiempo más preciado de mi niñez.
Hace más de 2000 años, otros magos, los de Oriente, fueron un caso diferente al de mis recuerdos. Ellos sí estaban esperando que se cumpliera la profecía de Balaam, mientras observaban los cielos con, quizás, el único medio que tenían: sus ojos. Esos hombres sabios habían aprendido que el verdadero valor de la ciencia está en el descubrimiento de las verdades espirituales.
Noche tras noche, dirigían sus miradas a lo alto, ansiando ver aquel signo profetizado en la antigüedad. Admirados, vieron lo que tanto esperaban y enseguida actuaron presurosos. Simplemente les bastó haber prestado atención a las promesas bíblicas para poner en movimiento el largo peregrinaje, cumpliendo la parte más valiosa: llevaron su ofrenda y adoraron al Niño, reconociendo de ese modo su divinidad.
Muy lejos de Belén, a orillas de la Península Arábiga, un añoso árbol, de baja estatura, balsamero (Comiphora Abyssinica) de hojas atreboladas, ramas espinosas, y con su corteza provista de canales resiníferos, exudaba bajo el calor abrasador de esa región su gomorresina. Este preciado líquido aromático, la mirra, tomaba diversas formas al tocar el aire, produciendo el anhelado y guardado “Bálsamo de la Meca”, ora destilando una esencia exquisita, aquella que se desprendía de la carroza nupcial de Salomón preparada para su amada (Cantares III: 6), ora convertida en amarga substancia, la que fue ofrecida con vino a Jesús (Marcos 15:23), la cual no quiso beber.
Extraña ofrenda de inspiración divina. ¿Cuál de los magos fue el portador? (Mat.2:11). Nunca lo sabremos, fue el regalo que trocaría los pañales del divino Niño por lienzos de muerte y mortaja de balsámica mirra.
La cruz ya iluminaba con claridad el significado de la Natividad. La gloria de Dios levantaría todas aquellas cosas que quebró nuestra humanidad, todas las experiencias desagradables de nuestra naturaleza pecaminosa, y las colocaría sobre las espaldas del Dios-Hombre. Jesús sería trasladado al Getsemaní y al Calvario, levantando ese madero sobre el que iba a ser colgado y luego muerto.
En la Iglesia se ha depositado el resplandor que iluminó el camino de los testigos antiguos.
Esa luz que se vistió de Niño es la Navidad hoy y nos llama a resplandecer, por eso en cada país, en cada ciudad, en cada rincón, en cada hogar, en cada iglesia o en cada banco del templo, que alguien pida a Dios de corazón: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino… Entonces, volverá a verse una estrella y volverá a escucharse un cántico. Volverán los humildes pastores al pesebre y volverán los magos con sus presentes. Volverá a nacer un Niño que cambie al hombre y al mundo, volverá a nacer el Niño-Dios.