La fe, elevándose por encima de este mundo de desolación y muerte, traspasa con una mirada certera todo lo oscuro que se cierne sobre nosotros
El avión que me lleva a Egipto lentamente sobrevuela la ciudad dormida. Vienen a mí las palabras de un viejo escritor árabe: “el que no ha visto El Cairo no ha visto nada; su suelo es de oro; su Nilo es un prodigio; sus casas son palacios; su aire es suave, y en él se respira alegría”.
Instalada en un octavo piso, intento mirarlo todo. Apoyada en el alféizar de una ventana observo la majestuosidad del río de tantas vidas. Y no sé si va o viene. ¡Tanta serenidad junta me aquieta! La civilización me priva de ver el verde de sus orillas, pero el día me devolverá lo que ansío conocer, iré a las afueras de la gran urbe a entremeterme por las diferentes fibras vegetales en la escuela de tapices.
Un verde fresco da movimientos suaves a la orilla, el junco se mece con la brisa matutina. Aquí la pregunta de Job 8:11: “¿Crece el junco sin lodo?”. No, aumenta su caudal el río, lo inunda todo y el lodazal cobra vida con esta herbácea monocotiledónea con ramas aéreas provistas de una médula esponjosa y flores en espiga; su tallo hueco con hoja alargada, lo convierte en algo flexible.
Una vez más, la naturaleza nos enseña con los más débiles, aunque sólo en apariencia. Los temidos temporales quiebran y derriban los árboles grandes y respetan a los juncos, pues se doblan al impulso devastador, pero cuando la calma renace se enderezan de nuevo en virtud de su gran elasticidad. Isaías 58:5 alude a inclinarnos como ellos, y en esta posición vemos a la noble hija de Leví, tejiendo su arquilla de juncos, calafateada luego con pez y betún.
Habían pasado tres meses desde el nacimiento de su hijo varón y las palabras de Faraón, como una espada, habían herido el corazón de esa madre: “echad en el río todo hijo que naciere, y a toda hija reservad la vida”. Nos relata Éxodo 2:“…y viendo que era hermoso… no pudiendo ocultarle por más tiempo, tomó la arquilla y colocó en ella al niño, y púsolo en un carrizal a la orilla del río”. El historiador Josefo hace referencia a la belleza particular de Moisés.
Ojalá sepamos distinguir la obra de la fe, en la construcción de la arquilla de junco, pues no fue sólo un invento humano, creado por una madre con la esperanza de salvar su tesoro de la muerte por el agua, sino que Jocabed se nos presenta como la imagen de la fe, que elevándose por encima de este mundo de desolación y muerte, traspasa con una mirada certera todo lo oscuro que se cernía sobre esa tumba pequeña, y ve sólo al Dios que cumple con sus designios, de la misma manera que acontece con el paseo de la hija del Faraón por la ribera del río.
¡Nunca hubieran soñado, los padres de Moisés, que ese niño llorando en la arquilla, sería el instrumento escogido por Jehová para quebrantar a Egipto hasta sus cimientos!
Una acotación al margen, tomada de la amada Biblia de mi padre, me anima a transcribirla: “Qué importa que el racionalista, el incrédulo, el ateo, se rían de ello; la fe también se ríe, pero de muy distinta manera. La risa de los primeros es la risa fría, desdeñosa, que no acepta la idea de la intervención divina en un acontecimiento tan trivial como el paseo de una princesa; la risa de la fe, es la risa de felicidad, de gozo, al pensar que Dios interviene en todo lo que acontece”.