Aunque le arranques los pétalos, no quitarás su belleza a la flor…
Hay una frase…
Hay una frase que siempre ha reverberado en mi corazón y en mi pecho, tan honda y tan invasiva como una raíz abriéndose camino por tierra compacta, que busca desesperada la humedad de alguna corriente de agua fresca. Esta frase llegó en un momento de extrema pesadez y cansancio, conectando con algo tan profundo en mí que ni siquiera lograba identificar con qué exactamente. Lo que sé, es que llegó a mi vida y se quedó. Y la he estado entendiendo, poco a poco. Aún sigo aprendiendo a entenderla…
La chica que recibió esta frase hace unos años estaba agotada. Tenía la impresión de que nunca era suficiente. Día tras día se esforzaba por gustar. Sus personajes de novelas fantásticas favoritas eran bellezones y quería ser como uno de ellos. El entorno le había dicho que, si era guapa, atraería la atención de la gente, de los chicos, y eso le daría un lugar en el mundo. Se había creído que, si estaba delgada y quedaba la primera en la lista de bellezas de la clase, estaba teniendo éxito. Se decía que, para vivir grandes historias de amor y aventuras, su carta de presentación más importante era su apariencia, y que sin ella, las puertas se le cerrarían en la cara. No quería, nunca más, escuchar el “eres una ballena” o el “se ha comido a su madre”. No quería sentirse pequeña, o que la inseguridad le hiciera callarse en medio de una reunión de amigos.
Relacionó la belleza, lo que el mundo define como belleza, con poder, oportunidades y seguridad.
Así que, esta chica se esforzó por ser no la mejor versión de ella misma, sino por ser mejor que las demás. Tenía que ser la que mejor cuerpo tuviera, la que más chicos tuviera detrás, la que más cumplidos recibiera, la que más vistas levantara al entrar a algún sitio. Quería sentirse empoderada. Quería sentirse alabada. Quería sentirse segura y digna.
Esto le llevó a estar siempre comparando su nivel de belleza con el de otras. Sin querer, comenzó a evadirse de las conversaciones porque alguna chica que le parecía más guapa, pasaba por al lado, o porque tenía que meter la barriga porque ese día, las amigas del grupo parecían todas tener un tipazo que ella no. Cuando estaba con la gente, ya no estaba del todo. En su cabeza rumiaban pensamientos de inseguridad y de envidia, con lo que poco a poco, estar con la gente le dejó de parecer atractivo. Y cada día pasaba más tiempo sola, y se sentía peor con ella misma.
La vida de esta chica, que, por cierto, siempre había ido a la iglesia desde pequeña y tenía una hermosa familia que la amaba, se empezó a consumir sin darse cuenta, y terminó cayendo enferma. Lloraba mucho porque nunca se sentía como quería sentirse. Empezó a vomitar porque sus brazos nunca estaban lo suficientemente delgados o su barriga lo suficientemente plana.
Si miras la definición de esclavitud en el diccionario… Bueno, básicamente esa era ella. Esclava. Es curioso cómo la belleza, que empezó siendo un medio para conseguir lo que ella creía necesitar, se había convertido en un monstruo que la tenía sujeta y bien encadenada. Da igual cuánto gritase su alma o cuántas veces intentara zafarse de sus garras. Seguía controlada por ese monstruo, y cada vez más.
Esa chica, era yo.
Tan abusivamente sujeta a mis estúpidas inseguridades que, quien yo era, cada vez se veía más y más sometida a ellas. Hasta el punto de sentir que estaba desapareciendo detrás de la gran máscara que estaba creando.
Esta historia es la mía. Pero también podría ser la tuya. Por eso la cuento. Porque algo pasó que me hizo ser capaz de deshacerme de un grillete, y luego de otro, y de otro…
Un día, tras vomitar lo que había comido, mientras me sentía miserable al lado del váter, me vino esa frase a la cabeza. Tan corta. Tan aparentemente inocente. Pero arrasadora:
‘Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’.
Y lloré. Lloré porque quería esa libertad. Porque ya no me reconocía. Porque no sabía ni quién era, ni qué valor tenía. Lloré porque me vi muy lejos de la persona que se supone que tenía que ser, muy lejos de la persona que Dios quería que fuera. Un pequeño enredo en el suelo, eso era. Y al impactar esa frase en mi pensamiento, me di cuenta de que no era así como tenía que ser, ni como me tenía que sentir.
Ese día comenzó un viaje nuevo. Yo sabía quién había dicho esa frase. Ese Jesús de la Biblia, el de los campamentos y la escuela dominical. El de mis padres y la gente que admiraba de la iglesia.
Hambrienta de esa libertad, oré desde mi desastre. Busqué en mi Biblia el versículo en el que venía esa frase, y leí Juan 8:31-32 haciéndolo mío: Si permaneces en mi palabra, serás verdaderamente mi discípula; y conocerás la verdad, y la verdad te hará libre.
Entendí que para dejar de estar sometida a los monstruos que me esclavizaban, tenía que querer permanecer en Él, tenía que aceptarle como Señor de mi vida, no solo como salvador. Entendí que mi libertad ansiada estaba en someterme a su amor profundo hacia mí, un amor que no se asustaba o alejaba de mi desastre, un amor hacia mí, no hacia mi máscara o la posible “belleza” que hubiera conseguido. Entendí que, si le conocía a Él y empezaba a ver el mundo como Él, también aprendería a verme a mí misma como Él lo hace. Entendí que Dios tenía un concepto de belleza muy diferente al mío. Y de alguna forma, supe que profundizar en eso me haría libre.
Algunos años han pasado ya desde aquel momento. Y conociendo a Jesús, intentando vivir haciéndole feliz a Él, he descubierto lo que es la verdadera belleza, la que te deja sin palabras, la que te conmueve y te hace disfrutar de la preciosa vida que Dios te ha regalado, de la criatura única que eres, y de lo que solo tú puedes aportar. Él es la belleza. Y como el salmista expresó, esto hace que mi corazón cante: Te alabaré, porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillada, y mi alma lo sabe muy bien (Salmos 139:14).
Dios no comete errores al crear a cada ser humano. No cometió un error contigo. No lo cometió conmigo. Eres maravillosa tal como eres y te voy a decir por qué: porque eres la preciosa obra de un Creador perfecto. No dejes que el mundo te convenza de que eres ninguna otra cosa, que no nuble esta verdad.
No importa si la sociedad tiene una visión limitada sobre lo que es hermoso; lo que importa es lo que Dios ve en ti. Da igual lo bajo que hayas caído; vales tanto para Él, que no ha dejado nada sin entregar por ti. Y te llama a reflejar su gloria y su belleza, no la tuya, ¡la suya! Tienes un propósito divino, y ahí es donde radica tu belleza única e inigualable.
Y de paso, te voy a contar un secreto. ¡El corazón alegre hermosea el rostro! ¡Más que nada! Así que ve a la fuente de esa alegría genuina. Llena tu corazón con lo que de verdad sacia: su gracia infinita, su amor inagotable, su humildad vencedora, su justicia, su incomprensible paz, su precioso ingenio y creatividad, su capacidad de sacrificio, su carácter tierno… Y simplemente reflejarás la belleza de la que te estarás enamorando.
Aférrate a Jesús y deja que Él te contagie de su verdad, que te hace libre.