LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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Cuando nuestro propósito de vida es amar a Dios, todo lo demás ocupa su debido lugar

Cuando uno de los fariseos preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más importante de toda la Ley de Dios, Jesús le contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”.  Si esto es lo más importante de toda la Biblia, ¿por qué no dedicamos nuestra vida a hacerlo? Aunque este versículo lo he conocido toda la vida, nunca se me ocurrió pensar que esto podría convertirse en el propósito de mi vida. Normalmente tenemos otras metas en la vida que son muy buenas, pero nunca he oído a nadie decir que vivía para amar a Dios y ser amado por Él. Todo lo demás fluye de esto. Si amamos a Dios con el alma, vamos a dedicar tiempo para estar en su Palabra, para conocerlo más y más y tener comunión con Él, con la finalidad de escuchar su voz y oír lo que tiene que decirnos, para obedecerlo: “Así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:10), el amor a Dios y el amor al hermano. 

El salmista dijo: “¡Cuán hermosas son tus moradas, Señor todopoderoso! Anhelo con el alma los atrios del Señor; casi agonizo por estar en ellos. Con el corazón, con todo el cuerpo canto alegre al Dios de la vida” (Salmos 84:1, 2, NVI). Esta expresión, “anhelo con el alma los atrios del Señor; casi agonizo por estar en ellos” ha captado mi imaginación. No es que el salmista quisiera estar en el templo, es que quería estar en la presencia de Dios. Era el mayor deleite de su vida. No había otro lugar donde más quería estar sino con su Dios. Tanto amaba al Señor que moría por estar cerca de Él. No es una sensación religiosa, sino un deseo de su alma. Y se corresponde con el deseo de Dios. Es exactamente lo que desea el Señor: tener comunión con el hombre que ha creado para sí mismo con esta finalidad. 

En aquellos años, la presencia de Dios se ubicaba en el templo. En nuestros tiempos no es necesario desplazarnos a ningún lugar concreto, pero sí que es necesario entrar en la esfera espiritual donde está el Señor. Nuestro corazón conoce el camino. Es el resultado de una búsqueda por parte de nuestro espíritu, del Espíritu de Dios. Oramos: “Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán; me conducirán a tu santo monte, a tus moradas. Entraré al altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo, y te alabaré con arpa, oh Dios, Dios mío” (Salmos 43:3, 4). La verdad de Dios nos conduce a su presencia, al altar que es la Cruz, y a la alegría y al gozo de su santa Persona.

El lugar por excelencia para conocer el amor de Dios es la Cruz, al ser crucificados con Cristo, muriendo al pecado con él: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga. 2:20). Allí el amor de Dios nos llega personal e íntimamente. Conocer el amor de Dios es lo que nos lleva a experimentar la plenitud de Dios: “Para que arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:17-19). Aunque son cosas deseables, la manera de estar llenos del Espíritu Santo no es el estudio de la Palabra, ni el servicio en la iglesia, ni el cumplir con todo, sino el conocer el amor de Dios.

Con este propósito de amar a Dios, todo lo demás de la vida ocupa su debido lugar: Tenemos nuestras prioridades en orden, nuestra vida de oración funciona, buscamos la plenitud del Espíritu, amamos a los hermanos, tenemos comunión con ellos (Mal. 3:16, 17), nos dedicamos a servir a Dios con los dones que nos ha dado, evitamos el pecado, buscamos la santidad para vivir en ella y estar cerca de Él, amamos su Palabra y nos llenamos de ella (Col. 3:16), aprendemos a reconocer su voz y conversar con Él, y a obedecerlo (Is. 50:4, 5); y permanecemos en su presencia y en su amor: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (Juan 15:9). ¡Es automático! Amamos a Dios con todas nuestras fuerzas y tenemos ganas de pasar el día cantando sus alabanzas (Col. 3:16).

Cuando amamos a Dios queremos entenderlo, conocer sus caminos, explorar su mente, saber cómo piensa, ahondar en sus pensamientos: “Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme” (Jr. 9:23, 24). El Señor nos dice: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is. 55: 8, 9), y nosotros respondemos: “Quiero conocer tus pensamientos, quiero andar por tus caminos. Revélame tus pensamientos. Abre mi entendimiento. Date a conocer a mi alma. Agrándese mi capacidad de recibir de Ti. Enséñame a andar a tu lado, y mantener tu paso. No quiero dejar tu compañía nunca, ni tomar un solo paso sin Ti”. Y el Señor nos responde: “Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros, dice Jehová” (Jr. 29:11-14). Con esta promesa tenemos clara la meta de nuestra vida y la inspiración para perseguirla. Por lo tanto, nos dice el amado apóstol: “Conservaos en el amor de Dios” (Judas 21).

Margarita Burt