Habían sido incendiados por el amor de Dios… y no habían resistido
A Ti, que por tu muerte
Al mundo vida das,
Jesús, humilde y fuerte,
Que siempre reinarás:
A Ti canta "Aleluya"
La iglesia universal,
Pues la potencia es tuya
En tierra, cielo y mar.
Señor, Tú has preparado
Las bodas de tu amor,
A todos has llamado
Al celestial favor.
Por calles y caminos
Tus mensajeros van,
Y pobres peregrinos
Acuden con afán.
Así, de amor tus llamas
Al mundo llenarán,
Cual soles que derramas,
Cual fuego de volcán;
Y donde suena el nombre
De Jesucristo, rey,
Encuentra paz el hombre
En tu bendita grey.
Congrega a tus amados
Y siega, ¡oh Dios!, tu mies;
Que todos los salvados
Se inclinen a tus pies.
Que luzca entre las nieblas
Y anuncie tu arrebol
El fin de las tinieblas,
Jesús, eternal sol.
Autor: Christian Gottlob Barth (1799-1862)
Melodía: Melchior Teschner (1584-1635)
Traductor: Federico Fliedner (1845-1901)
Este himno es una exaltación de la obra de Cristo en la cruz y del plan de salvación que Dios tiene para el hombre.
En la primera estrofa se establece la verdad de que con la muerte de Jesús surgió vida para toda la humanidad, la vida eterna que algún día recibiremos. Esta aparente contradicción, de que de la muerte surja la vida, no lo es tal. En Jesús se cumplió. Él venció a la muerte y desde entonces los cristianos esperan que cuando su tiempo en la tierra concluya, recibirán nueva vida. Mediante esta esperanza en la obra de Cristo también el hombre encuentra consuelo ante la muerte de un ser querido. No es un adiós, es un hasta luego. Sabemos que la muerte de Cristo permite a sus hijos pasar a una vida nueva y eterna. Por ello la Iglesia expresa su alegría por la obra de Cristo y por Su poder.
La función de la Iglesia es anunciar las buenas nuevas, llamando a toda clase de gente a las bodas que Dios ha preparado. Esta gracia es el fruto del amor de Dios por Sus hijos, que forman la Iglesia. En la parábola de los invitados a la gran cena (Lucas 14:7-23) éstos pusieron excusas para no acudir; entonces el Señor, que había preparado esa cena, ordena que se salga por los caminos y se invite a todos los que se encuentren, animándoles a asistir; quienes acepten serán maravillosamente recibidos y disfrutarán del gran banquete. Los peregrinos, que somos todos, podemos y debemos acudir con afán a este llamamiento.
En la tercera estrofa se reconoce que el amor de Dios lo incendia todo y que el nombre de Cristo trae paz allá donde se pronuncia Su nombre y se cree en Él.
Finalmente, el autor de texto anhela la venida del Señor para que su iglesia sea recogida para recibir la eterna luz divina y sea rescatada del mundo de tinieblas.
Cuando el domingo asistía a los bautismos que han tenido lugar en nuestra congregación, al lado del mar y con un día radiante, no pude por menos de acordarme del texto de este himno. Once personas quisieron testimoniar su entrega a Cristo. Cada una de ellas comentó cuál era el motivo de su decisión de aceptar la obra redentora de Cristo. Según su madurez, capacidad, valentía para hablar al público asistente, los que iban a ser bautizados nos fueron aportando información de la necesidad que les acercó a Cristo y de la paz que habían experimentado en el momento de su conversión. Cada uno venía de un contexto distinto, algunos muy complicados y otros con una vida aparentemente “normal”, pero todos habían sido conscientes de un gran vacío en el alma. Mis problemas, dijo uno de ellos, no desparecieron, pero puedo afrontarlos con esperanza porque sé que Dios me ha llamado y sé que la iglesia me ayudará.
Ellos habían sido invitados a conocer a Jesús, habían escuchado las buenas noticias de salvación en medio de sus propios caminos, y habían sido incendiados por Su amor… y no habían resistido. Por ello bajaban a las aguas, como decimos en nuestra terminología cristiana, para dar público testimonio de fe en Jesucristo. Ahora será el Espíritu Santo quien ponga en ellos deseos de perseverar y profundizar en los propósitos de Dios para sus vidas, y los creyentes que les rodeen deben, debemos, contribuir a ese mismo objetivo.
El autor del texto del himno al que nos referimos tiene una biografía sencilla pero muy interesante.
Barth, Christian Gottlob Barth, nació en Stuttgart (Alemania) el 31 de julio de 1799. Aunque su padre era un pintor de brocha gorda, él pudo realizar estudios en la universidad de Tubinga (Alemania), donde mostró ya su gran interés por las misiones. Allí fundó la Sociedad Misionera, y su deseo era irse a otros lugares a evangelizar. Pero su madre le suplicó que no lo hiciera; por ello desistió de su sueño, pero sin perder de vista el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos…” (Mateo 28:19).
Pronto comenzó a trabajar en la iglesia. A los 25 años fue nombrado pastor cerca de la ciudad de Calw, situada en la Selva Negra, en el suroeste de Alemania. Sin embargo, a los pocos años renunció al nombramiento.
Como su corazón era de misionero, se dedicó a enseñar a los niños y a predicar y escribir para difundir las misiones entre paganos y judíos. Fue autor de numerosos tratados evangelísticos y fundador de la Sociedad de Tratados de Calw; asimismo escribió una “Historia de la Biblia”, muy famosa en su tiempo y traducida a más de 52 idiomas de Europa, África y Asia. Compuso poemas y participó activamente en las reuniones misioneras de Suiza y Londres componiendo poemas para tales eventos. Falleció de apoplejía en 1862.
La música que se le puso al poema escrito por Christian Gottlob Barth fue una antigua melodía, utilizada también en otros himnos y que curiosamente había sido compuesta tres siglos antes, a principios del siglo XVI por Melchior Teschner.
Melchior Teschner fue un cantor, compositor y teólogo alemán. Nacido en Wschowa en la actual Polonia, en 1584, Teschner asistió a los estudios del Gymnasium (preparación para iniciar estudios superiores) en Zittau, Sajonia. En 1602 comenzó estudios de solfeo, filosofía y teología en la Universidad de Frankfurt an der Oder y posteriormente fue lector (profesor) en la universidad de Wittemberg (centro de la Reforma Protestante del siglo XVI). Posteriormente fue nombrado pastor de una iglesia en su tierra natal, donde permaneció hasta su muerte. Allí compuso melodías algunas de las cuales luego fueron utilizadas por Juan Sebastián Bach (por ejemplo en La Pasión según San Juan) o Félix Mendelssohn. La usada en este himno la compuso en 1613.
La traducción del alemán fue llevada a cabo por Federico Fliedner Bertheau (Düsseldorf, 1845 – Madrid, 1901), quien fue un teólogo alemán, pastor, misionero y gran impulsor de la obra evangélica en España, fundando escuelas y colegios para elevar el nivel cultural de los niños y adultos. Fue una bendición que recibió España, pues con su llegada la obra evangélica despegó, aprovechando los nuevos aires que vinieron con el reconocimiento de la libertad de cultos en 1868.