Una de las grandes figuras del movimiento misionero victoriano
Era una noche oscura y fría en uno de los peores barrios de Dundee; las pocas luces de la calle se reflejaban pálidamente en el empedrado pavimento. En la planta baja de un edificio destacaba una ventana iluminada. De vez en cuando, chicos y chicas acudían, y sus risas y cantos se oían fuera.
En las sombras, un grupo de muchachos comentaba: “Son las reuniones de María”. Se oyeron ligeras pisadas por el estrecho callejón, y apareció una jovencita, vestida sencillamente, con un chal en la cabeza, a la que uno de ellos amenazó, con una banda de cuero, en cuyo extremo iba atado un trozo de plomo. María se mantuvo firme, sin retroceder, orando. De repente, la mano descendió y, apartándose como guiados por un poder invisible, la siguieron hasta la casa, donde fueron calurosamente recibidos. Fascinados, escucharon a María Slessor hablarles de Alguien que podía transformar sus vidas. Luego regresaron silenciosamente a sus hogares, llenos de los mismos maravillosos sentimientos que, treinta años después, experimentarían muchos africanos en Calabar, deslumbrados ante esta frágil mujer que les forzaría a dejar sus malos caminos. Muchos años más tarde, en una pequeña choza en África, María Slessor contemplaría una foto de familia: el padre había sido uno de aquellos niños violentos quien, lleno de gratitud, se la había mandado en recuerdo de los días en que Dios la usara para salvarle de su vida indómita y temeraria.
Sus primeros años
María Slessor, nacida el 2 de diciembre de 1848, en Aberdeen, formaba parte de una familia de siete hijos. El padre, zapatero, perdió su trabajo a causa de la bebida. Devota cristiana la madre, sintió siempre el profundo deseo de que, al menos, uno de ellos fuera misionero. A los once años, María trabajó en una hilandería, y fue la que sostuvo el hogar, hasta la mayoría de edad de sus hermanos. Su cultura se limitaba a lo leído y estudiado por su cuenta. Gran parte de lo que fue su carácter se debe a aquellos tempranos años.
La experiencia en casa fue el comienzo del entrenamiento para lo que sería su futuro trabajo. Convertida a los doce años, el deseo de ser misionera fue creciendo y fortaleciéndose.
Espíritu aventurero
En 1874 el mundo fue impactado e inspirado por la muerte de David Livingstone, y esto llevó a María, de 27 años entonces, a pensar seriamente en el llamamiento al campo misionero. La historia de Calabar había despertado su imaginación durante su infancia: ninguna otra parte del mundo ofrecía condiciones tan favorables. Con paz respecto a esto, siguió adelante en la realización de su sueño.
Durante esos días la familia no dependía tanto de ella, y obtuvo el consentimiento de su madre. Dejaba a sus seres queridos, pero el espíritu de aventura y el celo misionero se combinaron para conducir sus pensamientos hacia el futuro. En 1875, habiendo pasado por un curso de entrenamiento, zarpó hacia Calabar en el vapor “Etiopía”. Al fin, el barco atracó en el Golfo de Guinea donde, tras su recorrido a través de una serie de pantanos, desembocaba el río Calabar. ¡La tierra de sus sueños! La joven misionera se deleitaba ante la novedad y maravilla de su nuevo ambiente.
Le impresionaba la obra en la estación misionera -el repicar de las campanas de la iglesia, la gran asistencia a los servicios, el canto de los africanos entonando en su lengua los himnos asociados con su propia vida- ¡toda una revelación para ella! Su trabajo al principio fue sencillo: enseñar en la escuela diaria y visitar. En seguida entabló buenas relaciones con los indígenas, y resolvió estudiar bien el idioma para poder entrar más de lleno en sus vidas. De hecho, lo aprendió tan bien que los jefes aseguraban que lo sabía mejor que ellos mismos. Más tarde hizo un recorrido por distritos en remotos lugares, lo que suponía gran osadía y valor por su parte, pero siguió adelante, arriesgándose hacia el interior, abriendo una estación tras otra, y encontrando a su paso toda suerte de oposición.
Sus principales enemigos fueron las antiguas costumbres de venganza y sacrificio, la brujería, la hechicería y el alcohol. Por el poder del Evangelio, las mujeres fueron elevadas a una nueva posición, y el alcohol perdió su poder esclavizante. Visitó lugares donde la mujer blanca no había sido vista jamás, y los niños huían de ella aterrorizados, hasta verse atraídos por su bondad y simpatía.
En una ocasión un jefe le pidió que visitara su pueblo a unos sesenta kilómetros río arriba, y le mandó su canoa oficial, con treinta remeros para conducirla. María Slessor llegó a su destino diez horas más tarde, y fue llevada a la orilla de dorada arena, bajo grandes árboles, y presentada ante el jefe. ¡Pronto fue objeto de público interés! Muchos se acercaron para tocarla; a unos pocos se les permitió mirar mientras comía y bebía. Se detuvo allí durante algún tiempo para servirles y enseñarles el Evangelio. El viaje de regreso se hizo durante una gran tormenta, y la canoa casi zozobró con el viento y las olas. Tras haber estado sentada mojada hasta las rodillas, llegó a la estación de la misión con fiebre muy alta. Tardó en recuperarse, pero aun así fue una sombra de lo que había sido, de modo que la mandaron a casa. Fue en el año 1882. Pero en 1886 regresó a su tarea misionera en la costa de Calabar.
El primer servicio de comunión
El encanto de María Slessor residía en el hecho de estar preparada para identificarse con los africanos entre quienes trabajó. Por ejemplo, un jefe había enfermado gravemente, y a los del poblado les hablaron del poder de la “Má Blanca” (como era conocida). “Si mandan por ella, el jefe no morirá”, le aseguraron. En tres horas de viaje María estuvo en la plaza del mercado del poblado, donde esperaban cientos de personas. Yendo directamente hacia el paciente, lo atendió lo mejor que pudo. El medicamento llevado resultó insuficiente, pero se pudo convencer a uno de los hombres para que regresara a buscar más. Pasado algún tiempo, cuando el enfermo recuperó el conocimiento y fue fortaleciéndose, María Slessor hizo amistad con las mujeres del poblado y, juntando a los nativos a su alrededor, les condujo en un pequeño servicio, narrándoles en su forma simple y directa, la historia de Jesucristo, quien vino a esta tierra a salvarlos y a hacer sus vidas más amables y felices.
Se le pidió visitar otros poblados. En 1903 tuvo lugar el primer servicio de comunión en Okoyons. Esto fue el sello de la preciosa obra llevada a cabo por ella. Significaba que los lugareños vivían abiertamente para Cristo, y había muchos comprometidos activamente en la obra cristiana. Además de la Biblia, enseñó a las mujeres muchas otras cosas prácticas, y fue usada singularmente para comunicar con los jefes salvajes y enseñarles acerca de los negocios y el comercio. Respetada por ellos, pudo alcanzarlos para Cristo. A ella se atribuye la formación de una importante institución para entrenar a los africanos en el tráfico de sus propios productos.
El gobierno británico quedó tan impresionado por su trabajo al respecto, que la nombró vicecónsul del Imperio cuando el mismo tenía poderes allí.
María Slessor trabajó en Calabar durante treinta y nueve años, durante los cuales no esquivó ninguna dificultad. Su lema fue: “La oración todo lo puede”. El l5 de enero de 1915, partía con el Señor, en una tosca choza de barro, con sus fieles chicas africanas -arrebatadas por ella de la muerte, y a quienes había entrenado para seguir con la tarea cuando ya no pudiera ella continuar- llorando alrededor de su lecho. Pocos misioneros en tiempos modernos han seguido con mayor arrojo a Jesucristo, el Maestro.