Cincuenta años de ministerio de una señorita cubana en España
No. No era una broma. Allí estaban los policías, de mirada torva, las manos prestas a recurrir a las pistolas.
- ¡Alto! ¡Quedan detenidos en nombre de la ley!
No valieron explicaciones, y el grupo de jóvenes fue llevado al próximo cuartelillo. La inquilina del piso, uno de esos con cierta solera, de Madrid, fue “invitada” a abandonar el país. Una invitación se aceptaba o rechazaba. Optó por lo último…
Pero más tarde, tras una segunda cita con la policía -esta vez en Barcelona-, se vio obligada a dejar España.
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Unos jóvenes cristianos habían cometido “la grave imprudencia” de acudir a casa de la señorita cubana para conocer a cierto evangelista forastero. Al portero le molestaban aquellas reuniones, más o menos frecuentes, y supo cómo poner fin a las mismas. Ocurría en los años 40.
María Bolet, joven de espíritu decidido y fe inquebrantable, se había lanzado a lo que por entonces –los años 30- constituía una gran aventura: servir al Señor en España.
Un día desembarcó en nuestra costa. Establecida en Madrid, distribuyó sus esfuerzos entre la enseñanza bíblica a las mujeres de diversas iglesias, y visitar los pueblos de la serranía de Ávila, donde llegaron a quererla, y recibieron las Buenas Nuevas que ella les llevaba.
La negra nube de la guerra civil se cernía por entonces sobre nuestro patrio suelo, y su estallido la sorprendería aquí. Hambre, muerte, miedo, odios desenfrenados… También su zarpa cayó sobre ella.
Y pasó la guerra… ¿Cómo ayudar? ¿De qué forma echar una mano en los momentos críticos de la postguerra, cuando toda Europa hervía en otra terrible contienda y España estaba desolada, desarrapada y hambrienta?
Los paquetes, de alimento, que sus amigos de América le mandaban con relativa frecuencia, pudieron aliviar un poco el agudo aguijón del hambre que azotaba a familias conocidas, y a ella misma, provocándole deseos de chillar desesperada. ¡Tuvo que regresar a Cuba!
Pero, aunque aquello parecía interminable, la normalidad se fue restableciendo al fin, mas bajo una dictadura. Volvió otra vez. Madrid de nuevo, su piso, sus reuniones cristianas en casa semanalmente y:
- ¡Alto! ¡Quedan detenidos en nombre de la ley!
La gran lista negra de los “indeseables” a quienes se prohibía pisar suelo hispano, añadía a sus columnas un nombre: María Bolet.
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Cuando con una amiga, y compañera luego, penetré por la puerta de la vieja casona, la vi bajar las escaleras de mármol blanco, muy limpio, que se alzaban justamente enfrente. Una sonrisa y los brazos extendidos, acompañando a sus cálidas palabras de bienvenida, disolvieron nuestros temores.
Habíamos llegado tarde, pero se nos reservaba la cena. Otras jóvenes nos habían precedido. El número sería reducido –me enteré entonces- seríamos como una pequeña familia- eso lo supe luego, por experiencia.
Un apetitoso olorcillo a pescadilla frita, con el sabor especialmente auténtico de todo lo de entonces, se fue colando en el amplio comedor por las rendijas de la puerta de la cocina que daba directamente al mismo.
Se sentó con nosotras. Buena conversadora, sabía también escucharnos atentamente y hacernos sentir “en casa”.
Al día siguiente, domingo, en la hermosa galería que miraba desde lo alto al Atlántico, se celebraría un culto de inauguración del curso, a cargo de un conocido predicador. Corría el año 1957, y estábamos en el frondoso Camino del Monte Viejo, 266, en Tánger. Aquel recinto, salvajemente bello, encerraba la Escuela Bíblica Betel, que ya llevaba funcionando cuatro años.
Supe entonces que, aunque el corazón de María estaba en España, sus pies no podían pisar este suelo. ¡Cómo deseaba poder volver! Era su sueño constante. Había abandonado el territorio español por la frontera con Francia. ¿Qué hacer desde allí? ¿Se habría equivocado Dios al dirigirla hacia nosotros aquí?
Alguien le aconsejó. Había sido alumno suyo allá en Cuba, en una escuela bíblica donde, al verla aparecer decían: “¡Ahí viene la ‘madre España’!”.
- María, con su experiencia ya, ¿por qué no abre en Tánger (Norte de África) esa escuela bíblica que tanto desea para señoritas españolas?
Tánger, territorio internacional, vivía sus mejores momentos. ¡Cuánto movimiento y colorido! Una ciudad privilegiada, limpia –materialmente hablando-, llena de contrastes: moros, hebreos, alemanes, ingleses, polacos, suecos, españoles… Sus tiendas, indumentaria, edificios de diferente estilo… y todo en un marco de belleza natural único, en la ladera de un monte ansioso por sumergirse en el mar. Azul intenso de mar, de cielo, verdor en todas sus gamas con el suave aroma de azahar, jazmín, madreselva en flor…
Las jóvenes interesadas en estudiar la Biblia, para poder ser útiles en sus propias iglesias, acudirían desde cualquier punto de España, con sólo atravesar el Estrecho de Gibraltar.
Los días volaban entre el estudio, las clases impartidas por María y un pequeño plantel de maestros, y las tareas caseras y externas bien repartidas. Las callejuelas lindantes con el Zoco Chico -el meollo de Tánger- supieron de nuestros esfuerzos por evangelizar a pequeños y grandes. María enseñaba con entusiasmo sus lecciones en el franelógrafo. ¿Lo haríamos nosotras igual?
¡Qué hermosos fueron los años de la Escuela Bíblica Betel en Tánger!
El que constituyéramos un pequeño grupo nos hacía sentirnos en familia, y la solidaridad se hizo más estrecha cuando también se abatió sobre nosotras la enfermedad y el dolor.
La situación política en Marruecos empezó a sufrir grandes cambios a partir de la declaración de su independencia de los países que llevaban más de 50 años gobernándolo, y más tarde se hizo crítica para los extranjeros. Por otra parte, María sufría de paludismo. Había que cambiar de residencia. Ocurría en 1960.
Siempre me admiró también en ella su capacidad de decidir en momentos críticos.
Betel se trasladó al otro extremo de España, los Pirineos, en territorio francés. Allí también acudieron las jóvenes españolas, sobre todo las catalanas, aunque no faltaron canarias y andaluzas. Así transcurrió un período de nueve años.
María no dejaba de luchar por entrar en España y hacer más directamente así la obra entre las jóvenes. Los veranos se atrevía a pasar para organizar campamentos en El Escorial, La Granja… ¡Cuántos niños oyeron de sus labios la entusiasta proclamación del evangelio!
Una de sus mayores alegrías fue conseguir la ciudadanía española. Después todo pareció más fácil. La Granja de San Ildefonso, en Segovia, encumbrada en uno de los montes al otro lado de Navacerrada, conocida ya de antemano por los años de trabajo con campamentos juveniles, de los que ella fue pionera en España, fue el lugar ideal para establecer por tercera vez -ahora en el corazón del país de donde la expulsaran- la Escuela Bíblica Betel, que se ampliaría para dar cabida a pequeños en sus vacaciones de verano, y a mayores en retiros y convenciones. Allí encontró una finca de adecuadas proporciones, que pudo adquirir con la generosa ayuda de creyentes de diversos lugares.
La oí repetir frecuentemente: “¡Hay que mantenerse al pie del cañón hasta el fin!”. Eso fue lo que ella hizo durante cincuenta años. El suyo fue un testimonio ininterrumpido, de incansable labor, proclamando el evangelio en la tierra que sin cesar calificara en su juventud en Cuba como “la madre España”, cuando animaba a sus estudiantes a orar y salir a evangelizar este país, durante siglos cerrado a la luz de la Palabra de Dios, lo que valió para que la apodaran con ese mismo término.