No tenemos ni poder ni control sobre las circunstancias de esta vida terrenal, ¡pero lo tiene nuestro Padre celestial, Dios todopoderoso!
El “¿por qué a mí?” llegó de improviso. Se instaló tranquilamente en mi diario vivir como un puñal que hiere el corazón sorprendido y autosuficiente.
Con el paso del tiempo, en filosófica reflexión, comencé a mirar a mi alrededor, y comprendí con resignado sentimiento, que no era la única, y que muchas más se preguntaban “¿Por qué a mí?” frente a lo inexplicable, frente a la prueba. Pero no sirvió de mucho poder anular de mi mente el “a mí», porque el dolor seguía…
Durante muchas horas, días, meses, me adormecí en este estado que llegué a considerar rutinario y natural.
Con el sol amanecía la tristeza; en medio de la actividad el «¿Por qué?» enmudecía; y al llegar la noche, la mente insomne me mostraba que la pregunta aparecía y se transformaba en lágrimas sobre la almohada.
¿Qué era peor? ¿La prueba o no tener respuesta? ¡Qué no hubiera dado porque no existiera, por evitarla! Aun así, era consciente de que no era mi terreno, de que esto pertenecía al Soberano…
El puñal de la pregunta continuaba clavado, y el silencio… el silencio tan prolongado de parte de Dios (eso era lo que a mí me parecía), marcó días largos, sin propósito, sin ánimo.
El corazón nublado no percibía nada alrededor. Mi mirada era esquiva y mantenía una fuerte voluntad de evitar el contacto personal y las preguntas de los otros.
El puñal seguía clavado, y dolía: ¡¡¿Por qué? ¿por qué? ¿por qué? y ¿por qué?!! Si yo creía que sabía o comprendía casi todo acerca de los demás… por eso me exigía, o exigía de Dios, una respuesta acerca de lo mío.
Mi dormitorio tiene una vieja cortina de varillas de madera que impide la entrada del sol, a menos que la entreabra manualmente. La luz estaba allí, el sol no dejó de salir… Eso mismo tuve que hacer con mi corazón, ¡entreabrirlo para que la luz de la Palabra de Dios penetrara naturalmente!
«…tres veces he rogado al Señor que lo quite de mí, y me ha dicho: Bástate mi gracia» (2 Co. 12:8 y 9a).
No apareció la solución para el apóstol Pablo, ¿por qué la estaba pidiendo yo? No sé si tendré o mereceré una explicación. Simplemente acepté el silencio de parte del Señor.
Posiblemente, hermana, el fuerte dolor, o el bochorno por la vergüenza de lo acontecido, nos hace desear una respuesta lógica para poder dar una explicación. Porque en realidad tememos las burlas, la lástima, la censura, las críticas, la desautorización.
Este sentir (debemos reconocerlo), no es más que el comienzo de nuestra debilidad espiritual, tan deseada por nuestro enemigo Satanás.
Al igual que el sol en forma de suave luz, clara y tibia, penetró por mi ventana de viejas varillas de madera, también llegó a mi alma el «Bástate mi gracia». Ya no estoy auscultando la vida de los demás, para no sentirme sola en mi desgracia o prueba.
Mis ojos ven hoy a la madre que ve partir a su hijo a la eternidad sin Cristo, ¡y continúa su fe! Veo a la mujer discapacitada o minusválida, con tratados en sus manos, preocupándose por el destino eterno de los demás, y olvidándose de sí misma. Veo al joven matrimonio con su recién nacido, que jamás será un niño igual a los otros ¡Y alaban al Señor por él! Veo a familias dispuestas a comenzar de nuevo, con esperanza, después de haber perdido injustamente todo lo que fue el esfuerzo de muchos años de trabajo honesto. Veo también a un niño mendigar una vida, que jamás tendrá, a menos que exista un milagro, ¡y creo en el milagro de la salvación y el poder de Dios!
Ya no necesito ninguna respuesta a lo mío, ni al dolor, ni a la miseria. Ni a la injusticia humana, ni a la muerte que rodea a este mundo por causa del pecado.
Me siento en reposo, descansada, sostenida en la gracia del buen Dios, y ésta hace que razone: No tenemos ni poder ni control sobre las circunstancias de esta vida terrenal. ¡Pero lo tiene nuestro Padre celestial, Dios todopoderoso!
Así que, el dolor, el resentimiento, el exigir respuestas a Aquel a quien no deberíamos preguntarle nada, sino confiar, da siempre como resultado la rebeldía, la dureza de corazón, el alejamiento de la comunión con el Señor y los hermanos… y que el puñal ahonde más la herida.
Dejemos que el Señor obre con su sanidad espiritual. La lectura de su Palabra, la oración personal y no dejar de congregarnos, nos ayudarán.
Recordemos el Salmo 66:10 al 12: «Porque Tú nos probaste, oh Dios; nos ensayaste como se afina la plata … pusiste sobre nuestros lomos pesada carga … Pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia».
Todavía lloro algunas veces, pero el puñal ya no está. La herida cicatriza. Mientras tanto, me repito: «Por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte».
Pienso en ti, querida hermana o amiga, y te animo, te estimulo a continuar en fe, amor y esperanza en la pronta venida de nuestro Señor Jesucristo.
Nada nos hará sentir mejor frente al interrogante, frente a lo inexplicable, que una actitud humilde y sincera a través de esta oración, que estuvo en boca del que dio su vida en la cruz por cada una de nosotras, y va delante de nuestras vidas: «No se haga mi voluntad, sino la tuya…» (Lc. 22:42).