LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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El tiempo de la canción

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Nuestro Padre tiene, al igual que en su trato con la naturaleza, distintas estaciones para hacernos fructíferas

¡Qué largos nos parecen los inviernos en general y, particularmente, algunos! Diríase que todo lo malo se fraguara en los cortos, húmedos, oscuros y fríos días de esta época del año. El alma armoniza con su melancólico tono menor, y todo se vuelve nostalgia y suspiros. Se incuban las gripes y agravan los enfermos. La aurora se demora. ¡Querríamos partir -morir- en invierno!

La intensidad del invierno varía, naturalmente, según las latitudes donde se hace soberano. Se siente más rey en los países del norte que, ¡por supuesto!, en la seca y soleada Andalucía donde hilvano mis torpes pensamientos. Con todo, y aun prefiriéndolo para desarrollar con más dinamismo mis tareas, y encantarme caminar bajo la lluvia… durante estos últimos años he temido verlo llegar.

Hoy entiendo mejor el entusiasmo del Amado de Cantares, llamando gozoso a su Esposa, mientras va hacia ella saltando y brincando como un cervatillo por montes y collados (Cnt. 2).

“Levántate… porque ha pasado el invierno, se ha mudado, la lluvia se fue; se han mostrado las flores en la tierra, el tiempo de la canción ha venido, y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola. La higuera ha echado sus higos y las vides en cierne dieron olor; levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven”.

¡Qué prolongado grito de alegría, de maravillosa esperanza! Mejor aún, anunciador de una palpable y gozosa realidad.

También se gestaron cosas hermosísimas en el invierno. Toda esa realidad fue producto del frío, la nieve, la lluvia, el viento, brotando bajo el influjo de la cálida y acariciadora mirada del sol, llegado su momento.

Para algunos de nuestros hermanos la vida no es más que un largo, interminable, eterno invierno. Tiemblan bajo la helada capa de la adversidad, contemplando deprimidos cómo se desmoronan sus fundamentos sin indicios de recuperación: la propia salud y la de los suyos, los recursos materiales, los amigos que se alejan… Por ninguna parte vislumbran la primavera con toda su oferta de júbilo, de plenitud: de apoteósica resurrección.

Viven así – ¿vivimos? – con una garra en el corazón. La opresiva mano de la angustia, comprimiéndolos, les impide ver resurgir la esperanza bajo el cálido beso del sol.

Hermanas mías, esto no debe ser así (Stg.3:10).

Se trata del duro y aparentemente cruel invierno de la disciplina por la que Dios quiere probarnos, como se prueba la plata y, a la vez que enriquecer nuestro carácter cristiano, hacernos más útiles en su servicio a favor de otros. En esos momentos, lo sé, ni nos acordamos de que nuestro Padre tiene, al igual que en su trato con la naturaleza, distintas estaciones para hacernos fructíferas.

El invierno con sus rigores, el despertar glorioso de la primavera, el esplendente pero caluroso verano ofreciéndonos sus sorprendentes frutos jugosos, refrescantes -los más deseados entonces- para culminar en el otoño templado, en que todo se prepara para sumergirse de nuevo en la muerte, no sin antes desplegar su vigor en rendir abundante cosecha, dejando luego que las hojas de los árboles caigan, rivalizando en alfombrar blanda y atractivamente la tierra con sus delicados matices.

Cuando tememos que no va a terminar jamás el invierno de la severa disciplina, éste eclosiona y, a imitación del ciclo de la naturaleza, nace la primavera, la sigue el luminoso verano, y luego un otoño espectacularmente fecundo. ¡Tiene que ser así!

La garra opresora del corazón cede con el aceite de la esperanza. Nuestro Creador nos va dando una señal aquí, otra allá, de que la primavera y las sucesivas estaciones, que las experiencias del invierno van a hacer particularmente productivas, están a las puertas.

Es triste que, en la temporada en que todo parece estar muerto, huyan del recuerdo gran porción de las exhortaciones de nuestro Señor a no temer – ¡aun leyéndolas cada día! – cuando tanto habrían estimulado nuestra confianza en Él. ¿No es Él la Verdad, y sus labios siempre emiten la Verdad? “No temáis… no temáis… no temáis… ¿Por qué teméis, mujeres de poca fe? ¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ninguno de ellos está olvidado delante de Dios… No temáis: más valéis vosotras que muchos pajarillos” (Lc.12). Se esfuma del corazón lo que nunca debemos olvidar: ¡El Señor es nuestro Pastor!

Dios quiere vernos sosegadas, confiadas, libres de toda ansiedad, que entendamos que la desesperanza no corresponde a Sus hijas. Su interés es hallarnos haciendo tesoros en el cielo, siendo ricas para con Él sobre la base de la obediencia, mientras nuestras lámparas encendidas proyectan, por nuestras vidas, que somos Suyas. No es esta una invitación a la ociosidad, sino a resplandecer para Él. Nuestro llamamiento es a servirle; Su responsabilidad como Padre, sustentarnos, ampararnos, consolarnos… y así hasta que nos llame a Su presencia.

Nos cuesta. Sabemos la letra, la teoría. La hora de la práctica es… cosa aparte. ¡Cuántos traspiés por la incredulidad!

Sin embargo -me digo a mí misma- si confiamos en que Él no nos está engañando, si tenemos fe en Sus palabras, podríamos vivir, en medio de nuestro invierno, con la alegría de la primavera, el esplendor del verano y la serenidad del otoño, porque Él, que por Su Espíritu mora en quienes creímos, viene constantemente con la calidez de Su amor, como el cervatillo, saltando sobre los montes, llamándonos: “¡Levántate, estoy contigo, amiga mía, hermosa mía… y ven! ¡Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque dulce es la voz tuya y hermoso tu aspecto!”.

¡Qué llamamiento a la comunión con Él, para impartirnos ese gozo que anhelamos! Porque en su gozo radica nuestra fuerza para superar el más crudo de los inviernos (¡Quiero atreverme a creer con toda mi alma que esto es así!). El que nos creó y dio su vida por nosotros, ¿no va a poder hacerlo?  Así que, para superar el rigor de la adversidad, hemos de ir a Él, mostrarle nuestro rostro afligido o cansado, reflejo de cuanto encierra el corazón, y entregarle dócilmente la agobiante carga. ¿Nos atrevemos a creerlo? De creerlo depende su cumplimiento. En creerlo estribaría nuestra fuerza y alegría, y que se nos anticipe la llegada del “tiempo de la canción”; de que la soledad, lo rudo, áspero del invierno de la prueba, dé paso a las flores, a la voz de la tórtola, al fruto de los árboles de nuestro particular huerto y al dulce olor de las vides en flor, y podamos decir, aun cuando retrase Su venida definitiva: Sí, puesto que estás conmigo, pese a todo cuanto se concierta para que llore, HOY es el tiempo de la canción”. Y si bien los labios se resisten a entonarla, mi corazón te alaba. Te ruego, Señor, pon Tú la melodía.

“Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Sal.30:5).

Gloria Rodríguez Valdivieso