LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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El maná escondido

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Alimentarnos de Cristo no es tan solo obtener información intelectual de quien es Él

En esta era postmoderna, vivimos en la cultura del inmediatismo: todo debe ser rápido y efectivo. De tal modo, que deseamos obtener las cosas de manera instantánea: comida, transporte, comunicación, trabajos y aun las gratificaciones personales, no tienen tiempo para esperar.

Son muchas las responsabilidades y tareas que enfrentamos a diario, y necesitamos soluciones rápidas para llevarlas a cabo: “No hay tiempo que perder”, parece ser el lema de esta época.

La agenda cotidiana está tan llena, que nos resultan insuficientes las horas de cada día para resolver las situaciones con prontitud. Pero… debemos cuidar de no sobrecargarnos tanto, de tal forma que no podamos renovar nuestras energías físicas, pues esto repercutirá en la salud física y mental.

Para un buen funcionamiento de nuestro cuerpo es fundamental disponer del tiempo adecuado para una alimentación equilibrada y un descanso reparador. De igual modo para ver claramente y no ser arrastradas por un mundo que se aleja más y más de los valores cristianos, debemos cuidar de nuestra salud espiritual; buscando el pensamiento del Señor en la Biblia, y viviendo por la fe en la dulzura de Su amor.

Las experiencias del pueblo de Israel luego de ser libertado de la esclavitud en Egipto, deben ser aleccionadoras para los creyentes de todos los tiempos, pues, como nos dice el apóstol Pablo: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Co. 10:11).

Ya liberados del yugo egipcio, los israelitas pudieron ver cómo el Dios que les llamó por gracia, también sostuvo su peregrinar de la misma manera. Aunque con frecuencia murmuraron contra Él, siempre les proveyó de agua para saciar su sed y pan para su hambre; aunque aquel alimento no era como el de las demás naciones, pues era sobrenatural.

De una fuente amarga sacaron aguas frescas y dulces, de una roca inerte, aguas abundantes; del cielo, pan que no se contaminaba con la tierra, pues descendía sobre el rocío de cada mañana y con un agradable sabor a hojuelas con miel y tortas hechas con aceite fresco (Éxodo 16:31, Números 11:7,8). Apreciado alimento: “trigo del cielo”, “pan de nobles” (Salmos 78:24,25). Durante cuarenta años, nunca faltó la provisión para aquella generación de peregrinos que se dirigían a la tierra de descanso.  Cada mañana recogían bien temprano su sustento. Le llamaron “maná”, una transcripción de las palabras hebreas que significan: “¿Qué es esto?”. Nunca lo habían visto. No era producto del trabajo terrenal; era la provisión de la gracia divina.

No debían distraerse pensando en sus muchas necesidades, ni en los peligros que enfrentarían en el camino; solo debían alimentarse del sustento divino cada día, y así obtener las energías necesarias para avanzar. Y este alimento cumplió su objetivo, era su sustento temporal, servía solo para esta vida… Cuando vino a este mundo, el Señor les aclaró que el verdadero pan que desciende del cielo es Él mismo: “Yo soy el pan de vida” (Juan 6:48). “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre…” (Juan 6:51).

Jesús no solo tiene vida en Sí mismo, sino que es dador de vida. Él nos dice: “Si alguno comiere de este pan vivirá para siempre…”. Comer de Él es creer en Él como el Hijo de Dios que vino al mundo a dar Su vida para rescatarnos de la condenación de la muerte eterna.

Tal como Israel en el desierto, somos peregrinas en este mundo y necesitamos cada día del alimento que viene del cielo para disfrutar de buena salud espiritual. Cristo es nuestro “maná”, ahora “escondido” a nuestros ojos físicos detrás del velo en el lugar santísimo; pero revelando Su carácter en cada página de las Escrituras. Escondido a la vista natural; pero real y palpable ante los ojos de la fe.

Para permanecer bien nutridas espiritualmente debemos apropiarnos de Él, manteniendo una relación íntima con Él. Esto se logra con la ayuda del Espíritu Santo que mora en nosotras. Él toma todo lo de Cristo y nos lo da a conocer. Igual que con Israel, debe ser una alimentación diaria. El maná que ellos recogían un día no les servía para el siguiente (excepto en el día de reposo).

Hoy día se nos ofrece gran variedad de información a través de las redes virtuales, muchas con contenido bíblico que pudiésemos aprovechar para enriquecer nuestro conocimiento del Señor… ¡pero hemos de tener cuidado! Alimentarnos de Cristo no es tan solo obtener información intelectual de quien es Él; es comunión, es compartir todo con Él. Es conocer Su persona, contemplarlo en cada página de las Escrituras y en cada momento de nuestra vida. El Señor dio una promesa especial a los fieles que estaban dentro de una iglesia que había perdido su condición de peregrina, al comprometerse con el mundo. Les dice: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere daré a comer del maná escondido” (Apocalipsis 2: 17a).

En este tiempo se nos hace difícil alimentarnos de Cristo.  Debemos vencer muchos obstáculos. Necesitamos momentos a solas con Él, sin distracciones, sin preocupaciones que obnubilen y fragmenten los pensamientos, ni ruidos ensordecedores de los atractivos mundanos; sin los demandantes horarios que nos restringen gozar de Su presencia. Quizás esto nos demande menos horas de sueño o una baja en los ingresos económicos… o tal vez menos tiempo de recreación con los familiares y amigos. Pero vale la pena, las recompensas son indescriptibles para esta vida presente y la venidera.

Le conoceremos más y, por consiguiente, actuaremos buscando Su gloria y la bendición de los demás. Aprenderemos que no debe haber ningún pecado sin juzgar y confesar ante Él, ningún afecto, ningún interés de los que Él no sea parte. Dejaremos ante Él nuestras cargas y obtendremos de Él sabiduría, vida y fuerzas. Podremos cantar: “Él me da solaz, descanso y paz, en la dulce comunión; Él vive en mi ser, soy feliz doquier,  llena Él mi corazón (…) Todo en todo es Jesucristo,  más que el mundo para mí…”.

Dioma de Álvarez