LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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El camino de la felicidad

¿Qué debemos hacer para encontrar y andar en el camino de la felicidad?

En general, llamamos felicidad al estado de bienestar y satisfacción que experimentamos en la vida. Para muchos, la felicidad depende de las circunstancias que les rodean y de la percepción que puedan tener de ellas. Para otros, la felicidad es tan solo una serie de emociones que se viven momento tras momento: periodos de alegría, bienestar y plenitud, en lo emocional y físico.

En la época que vivimos, disfrutamos de avances tecnológicos y científicos que generaciones anteriores nunca imaginaron: comunicación a larga distancia, avances extraordinarios en el tratamiento y la curación de enfermedades, medios de transportes rápidos, cómodos y seguros… entre muchos otros. Pudiéramos pensar que este desarrollo alcanzado aporta felicidad y estabilidad emocional a todo el planeta; pero, penosamente, la realidad es otra.

Las generaciones actuales, sufren una angustia existencial que las consume y destruye, a pesar de los grandes progresos tecnológicos. En los países donde habita la gente más realizada y con ingresos económicos más elevados es, paradójicamente, donde se registran los índices más altos de suicidios y adicciones.

En esta era postmoderna, predomina el estrés, la ansiedad y la depresión. Muchos son incapaces de lidiar con las situaciones más elementales de la vida. Gilles Lipovesky lo plantea así: “¿Qué cosa no da lugar a dramatizaciones y estrés? Envejecer, engordar, afearse, dormir, criar a los hijos… irse de vacaciones… ¡todo es un problema!”.

A pesar de alcanzar un alto nivel de vida, la sociedad actual no ha conseguido un alto nivel de felicidad.

El camino hacia la felicidad está descrito en la Palabra de Dios de forma exacta y fiable. En los Salmos, en el Sermón del Monte y en muchas de las cartas apostólicas, encontramos frecuentemente las expresiones: “Bienaventurado el hombre…” o “Bienaventurado el que…”.  En el salmo 32 encontramos muchas enseñanzas para comprender cómo andar en la senda de la felicidad. Dice: “Bienaventurado (la palabra en hebreo es “ashre”, significa “feliz”) aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmos 32:1).

Cuando reconocemos que la causa de nuestros dolores, angustias e insatisfacciones radica en que hemos faltado ante Dios; que nuestros pecados nos alejan de Él; que la conciencia está cargada por la culpa y el alma lastimada por sus heridas… si venimos a Él nos perdona, por la obra redentora de su Hijo Jesucristo en la Cruz del Calvario. Cuando David sintió la carga del pecado, su alma “gemía” mientras se negaba a confesar sus culpas a Dios (Salmos 32:3,4). Pero, descansó cuando lo hizo.

El primer paso es la confesión del pecado. Éste debe ser reconocido. La iniquidad que ha sido cuidadosamente ocultada, debe ser traída a la luz de Su presencia. Hay que ser franco y sincero ante Dios, porque “todas las cosas están desnudas y abiertas ante Sus ojos” (Hebreos 4:13). De lo contrario, no habrá paz interior, no habrá gozo, el alma sufrirá y el espíritu se secará; aun el cuerpo reflejará las consecuencias. Por eso, dijo: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos” (Salmos 32:3a). Disfrutar la dicha del perdón trae felicidad al corazón.

Otra razón por la cual una vez perdonadas somos felices, es porque el Señor no “nos culpa de iniquidad” (Salmos 32:2). ¿Qué significa culpar de iniquidad? Es “tomar nota” de la maldad. El Señor ya no cuenta nuestros pecados para pagar por ellos. Cristo ya lo hizo. Esta liberación produce un espíritu recto delante de Dios.

El salmista continúa diciendo: “Es feliz el hombre en cuyo espíritu no hay engaño” (Salmos 32:2c). Es aquel que no trata de esconder su pecado, sabe que en la senda de la vida cristiana tendrá faltas ante un Dios santo; pero no las esconde. Ahora tiene al Espíritu Santo, quien le guía a toda verdad, y con la dirección de la Palabra puede entender cuándo ha faltado a Dios y cómo remediarlo.

Nosotras, hoy, podemos leer este salmo y comprender en un sentido más profundo lo que significa ser “feliz”. David pudo experimentar la bendición del perdón divino; pero no podía conocer la purificación de los pecados que para siempre trae el Evangelio. Él veía por figuras en los sacrificios y ofrendas una cobertura temporal de sus pecados. Nosotras hoy recibimos los resultados de la obra del Cordero de Dios, quien, tomando nuestro lugar en la cruz, quitó para siempre nuestros pecados y nos libró de la condenación eterna.

El creyente es feliz porque Dios no le trata como un reo ante quien pende una condena, sino que teniendo un Padre amoroso sabe que en el momento en que creyó en Cristo, su expectativa como pecador de comparecer ante el juicio divino finalizó por la eternidad. Aunque tiene una responsabilidad: la de la obediencia en amor, como un hijo para con su Padre.

Sí, la senda de la vida cristiana es el verdadero camino de la felicidad. No solo recibimos la gracia de Dios cada día, sino que nos gozamos en ella. En lugar de ser Él ente de miedo, se convierte en objeto de nuestra confianza. Sabemos cómo escuchar a Dios y cómo orarle. Hemos descubierto que es posible refugiarnos en Cristo, donde encontramos descanso y protección. David dice: “Tú eres mi refugio; me guardarás de la angustia (Salmos 32: 7a). Podemos disfrutar de Su dirección y guía, pues nos dice: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos” (Salmos 32:8). No hay incertidumbre, no hay desconciertos. Él guía al creyente, pudiendo este contar con Su benevolencia y Sus consejos.

En ocasiones, por nuestra obstinada desobediencia, usará la “brida y el freno”, que son siempre incómodos y a veces dolorosos; pero hemos de estar agradecidas y dichosas, “porque el Señor al que ama disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:6).

Para andar en la senda de la felicidad, nuestros ojos han de mirar al único Hombre que nunca se desvió en Su andar, nuestro Señor Jesucristo, y nadie más. Él es el varón bienaventurado, que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni se sentó en silla de escarnecedores; dio fruto a su tiempo y todo lo que hizo prosperó (Salmos 1).

Dioma de Álvarez

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