Es muy fácil engañarse a uno mismo…
En la vida, muchas veces pasamos por experiencias desagradables, que afectan el grado de confianza que depositamos en alguna persona o institución. En ocasiones, quedamos decepcionadas en nuestras expectativas: se extravió un pedido, se incumplió una cita o un pago, se rompió una promesa, etc.
El ser engañado suele producir un sentimiento de frustración, sobre todo cuando, luego de agotar diferentes medios para solucionar el problema, estos resultan infructuosos. Pero, hay un tipo de engaño que me parece muy sutil y peligroso: ¡cuando somos víctimas de nosotras mismas y no nos damos cuenta! Esto sucede cuando nos engaña nuestro propio corazón.
El profeta Jeremías nos describe la condición del corazón humano: es “engañoso… más que todas las cosas…” (Jr.17: 9a). El Señor enseñó mediante una parábola, cuán errada puede estar una persona cuando piensa que por su moralidad y condición religiosa es mejor que los demás. Un fariseo y un publicano fueron al templo a orar (Lucas 18: 9-14). El fariseo creía que estaba orando, pero hablaba de sí mismo y consigo mismo. Creía que estaba justificado ante Dios. Podía ver los pecados de otros, pero no los suyos. ¡Cuán autoengañado estaba!
El creernos meritorios o justos por lo que hacemos para Dios es un engaño fatal. Este fariseo, al salir del lugar de la oración, regresó a su casa en peor estado espiritual que cuando salió. La confianza en uno mismo es orgullo. Dios aborrece el orgullo, porque quien lo ejerce, siendo una criatura caída, pretende elevarse a la altura o por encima de Él. El orgullo nos hace ciegos a nuestras debilidades y flaquezas.
Una condición semejante a la de este fariseo, la observamos en el estado espiritual de una de las iglesias del Asia Menor en el primer siglo de nuestra era (Apocalipsis 3:14-22). La iglesia de Laodicea se consideraba autosuficiente, se creía y decía ser rica; pero estaba ciega en cuanto a su verdadero estado espiritual. Estaba autocomplacida con su condición religiosa. Como siempre, la vanidad de los jactanciosos los ciega respecto a su verdadera condición. Ella había caído en el autoengaño. Como iglesia, podía engañar al observador descuidado y hacerlo pensar que era una asamblea de Dios. Pero era tan desagradablemente tibia en cuanto a las cosas divinas, que le producía nauseas al Señor.
Su pecado era la tibieza y la pretensión. ¡Situación muy grave! Es la única iglesia sobre la cual el ángel dice que Jesús está “a la puerta”. ¡Él estaba fuera! Muchos vivían “un cristianismo sin Cristo”, sin una relación genuina con Él.
Hoy en día, también se corre el riesgo de servirse de los valores cristianos sin la fe en el Señor Jesús. Pero lo que hace de un cristiano un verdadero testigo, es la realidad de su vida interior con Cristo. En la actualidad, también, se corre el peligro de promover valores humanistas sacados de la cultura cristiana tales como la paz, la caridad, la unidad, la tolerancia, sin tener una unión vital con Cristo. En tales circunstancias, la gracia del Señor llama a volverse a Él, a oír Su voz y a abrir la puerta del corazón.
Pero no pensemos que solo los no salvados pueden estar autoengañados; los cristianos, también. El apóstol Santiago nos advierte sobre nuestra actitud al oír la Palabra de Dios. Él compara la Palabra a un espejo (Santiago 1:23). La Palabra de Dios revela lo que hay dentro, así como el espejo revela lo que aparece por fuera. Pero, no basta con tan solo escuchar las verdades bíblicas y ver reflejada nuestra condición en ellas… sino que ¡es necesario obedecerla! Nos dice: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22). Podemos ser grandes estudiosas de las Escrituras, escuchar muchos sermones, pero si esto no nos cambia cada día a semejanza de Cristo, todo resultará inútil. La palabra de Dios ha de mostrar su poder al mundo mediante frutos visibles en nuestras vidas.
William MacDonald escribe: “Profesar gran amor por la palabra de Dios o incluso presentarse como un estudioso de la Biblia, es una forma de autoengaño si nuestro creciente conocimiento de la Palabra no produce una creciente semejanza con el Señor Jesús”. A los creyentes en Galacia, Pablo les exhorta a ofrendar, por medio de la ilustración de un principio muy evidente en la naturaleza: el fruto tendrá inevitablemente la misma naturaleza que la semilla. Les dice: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).
Por naturaleza somos egoístas. La mayoría de nosotras estamos contentas de recibir, pero somos muy parsimoniosas cuando se trata de dar: calculamos, indagamos, somos propensas a inventar multitud de razones para no ofrendar. Queremos más bien acaparar tanto como sea posible. El apóstol nos dice: “no os engañéis”, porque es muy fácil engañarse a uno mismo.
Dar generosamente traerá bendición para nuestras almas. No podemos esperar que si hemos sembrado trigo cosecharemos cardos. Este principio de la siembra y la cosecha es, sin duda, válido no solo para el asunto de dar, sino también en relación a nuestra vida espiritual: “porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; más el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:8).
En la vida de una cristiana no puede haber alianza entre los deseos de la naturaleza corrompida por el pecado (la carne) y el Espíritu Santo morador. Ambos se oponen entre sí. Sembrar para la carne, es complacer sus apetitos. ¡Cuántas diversiones aparentemente inofensivas, cuántos compromisos que nos restan tiempo para estar a solas con nuestro Señor, poco a poco nos roban el amor hacia Él! Sin temor a equivocarnos afirmamos que solo alimentan la carne y no tendrán ningún valor para la eternidad.
Sembrar para el Espíritu es cederle Su lugar y disponernos para Sus cosas. Al hacerlo así, disfrutaremos de todas las bendiciones en relación a la comunión con el Padre y el Hijo. Entonces, tendremos una vida que será capaz de conocerle más y gozar de Él. Una vida que se resume en el conocimiento de una persona: ¡Cristo!
¡Que Dios guarde nuestros corazones en sincera fidelidad a Él!