LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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Comunión e Intimidad

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¿Es parte de nuestra vida diaria el compartir con el Señor nuestros más íntimos pensamientos y deseos?

La comunión es una situación en la que dos o más personas comparten cosas en común.

Hay diferentes grados de comunión: puede ser breve y superficial, con saludos, conversaciones, juegos o diversiones, o puede ser muy estrecha y cercana.

La comunión íntima es aquella en la que hay cercanía, familiaridad y confianza.

El término intimidad proviene de la palabra latina “intimus”, que significa “lo más profundo”; por lo que podemos decir que cuando la comunión se realiza a este nivel, se intercambian sentimientos y pensamientos de nuestro ser interior, de esa parte nuestra que nadie puede ver.

Sabemos que sólo nuestro Dios puede conocer nuestro ser interior, aún mejor que nosotras mismas. David dijo: “Oh Señor, tú me has examinado y conocido (…) has entendido desde lejos mis pensamientos (…) aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Señor, tú la sabes toda” (Salmos 139: 1-4). No hay un solo lugar en nuestro corazón que Él no conozca y examine. “Sus ojos ven, sus párpados examinan a los hijos de los hombres” (Salmos 11: 4c).

Las Escrituras nos relatan la historia de la vida de David; conocemos de su amor y temor a Dios, también de sus fracasos y pecados. Él rogaba al Señor que examinara su corazón, que probara sus pensamientos (Salmos 139: 23), ya que sabía que no hay pensamiento que se esconda delante de Dios; con todo, fue capaz de “ocultar” el pecado sin temor alguno. “El rey conforme al corazón de Dios” fue víctima de su propio corazón engañoso y trató de ocultar el pecado, cometiendo un homicidio. Entonces, experimentó lo que nunca debemos olvidar: “aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Juan 8:34).

El pecado interrumpe la comunión con Dios y quita el gozo de la salvación. Por eso, humillado, suplica al Señor: “Vuélveme el gozo de tu salvación…” (Salmos 51:12a).

Pero no aprendamos sólo de los errores de David, veamos también su sensibilidad a la Palabra de Dios, pues ante la exhortación del profeta, reconoce su pecado y dice: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría” (Salmos 51:6). Aunque en falta ante el Soberano, mostró obediencia reverente ante la Palabra correctiva del Señor.

Él experimentó que mientras se oculta el pecado, el Señor no ilumina nuestros pensamientos, ni comparte Sus secretos, porque “la comunión íntima de Jehová es con los que le temen y a ellos dará a conocer su pacto” (Salmos 25:14). Cuando el creyente camina en una relación íntima con Dios, puede aceptar sus designios sin quejas, ni temores, pues, tiene la plena seguridad de que Él siempre obrará para Su gloria y para el bien de los suyos.

La Biblia nos relata que muchos de los hombres de fe lograron vivir muy cerca de Dios, por cultivar una vida de comunión con Él. Vemos el ejemplo de Abraham quien, obediente al llamado de Dios, deja su tierra y su parentela, sin saber a dónde iba. Desde ese momento, su camino hacia la tierra prometida se caracterizó por morar en tiendas y levantar un altar, atestiguando el doble carácter de peregrino y adorador que tiene el hombre de fe en todos los tiempos. Por eso, Dios le llamó “mi amigo” (Isaías 41:8).

Daniel, expatriado a una nación pagana, no claudicó en su vida de comunión con Dios, ante un edicto que al desobedecer le llevaría a la muerte. Como solía hacer siempre, aquella mañana entró en su casa con las ventanas de su habitación abiertas y, sin temor alguno, dobló sus rodillas para hablar con Dios (Daniel 6:1). Fue su vida de comunión la que le permitió ser el depositario de las profecías concernientes al desarrollo de los gobiernos de este mundo. El Señor le llamó: “muy amado”.

En muchas ocasiones se utiliza una frase para hablarnos de esta vida íntima con Dios: estar en la presencia de Dios o estar delante de Dios. Así se nos dice de Abraham, de Moisés y de los profetas Elías y Eliseo.

Cuando estamos ante el Señor no solamente debemos hablarle por medio de la oración, sino que también tenemos que aprender a escuchar Su voz. La lectura edificante de Su Palabra debe llenar nuestros corazones. El Señor no puede tener intimidad cuando hay algún pecado en nosotras que no hayamos confesado ante Él.

En una ínfima medida (si lo comparamos con Cristo) sabemos lo que es sufrir cuando nos vemos privadas de la comunión con el Padre. Porque lo sufrimos en la proporción del valor que cada una de nosotras atribuye a tal comunión. Pensemos en nuestro Señor Jesús; Él le daba un valor infinito a la comunión con su Padre. Durante aquellas tres horas de tinieblas en la cruz del Calvario, cuando llevó nuestros pecados en Su cuerpo, sufriendo el desamparo divino, experimenta un sufrimiento infinito, que es expresado en su clamor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). No fue un grito de desconfianza, sino de dolor y profunda aflicción; pues allí experimentó lo que nunca había acontecido y que no ocurrirá jamás: perder la comunión con su Padre amado.

No podemos comprender en toda su extensión lo que esto significó para nuestro Salvador, pero nuestros corazones rebosan de gratitud al saber que lo hizo por amor.

Cuando el compartir con el Señor nuestros más íntimos pensamientos y deseos sea parte de nuestra vida diaria, al transcurrir del tiempo, podremos apreciar que le conoceremos más, y nuestras motivaciones e intereses cambiarán.  Empezaremos, entonces, a vivir el verdadero gozo y deleite del alma, que no es afectado por las circunstancias que nos rodean; nos ocuparemos de las cosas de arriba, las que no se ven, las que son eternas.

Entonces, los intereses cambiarán: de los nuestros a los de Cristo.

Cuando la intimidad con el Señor crece, no sólo queremos estar compartiendo con Él, sino con los Suyos también, con Su Iglesia. En medio de un mundo cada vez más agitado, que nos ofrece múltiples atracciones pasajeras, es saludable y beneficioso para nuestras almas que nos detengamos y consideremos cómo está nuestra relación con el Señor. ¿Mantenemos el fervor por el Señor y Sus intereses? ¿Podemos decirle cada día: “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela”? Que el Señor guarde nuestros corazones en una sincera e íntima relación con Él.

Dioma de Álvarez