LA REVISTA CRISTIANA PARA LA MUJER DE HOY
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El hombre ya había clamado, pero el Señor quería que pusiese “pies” a su oración

Nunca creí que pudiera sacar tanto de una historia que he conocido desde que era niña… pero sumergiéndome en la historia de Bartimeo, como si hubiese estado presente aquel día cuando Jesús pasó por Jericó, llegué a conocer mejor a Jesús y a mí misma.

Si hubiese estado allí, siendo como soy yo, habría observado la gente de aquella multitud y analizado el comportamiento de los que tenía cerca. Imagino… que no venían perfumados, peinados, bien vestidos o educados, sino egoístas, empujando a la gente que les estorbaba, para tener una mejor vista de Jesús. Sus comentarios me molestarían; discutían acerca de las pretensiones de Jesús, de quién era, de su procedencia, de su familia. Algunos tendrían curiosidad por ver cómo era y otros querrían ver un milagro, como si aquello fuera el cine. ¡Cuánto me falta de la compasión de Jesús! Él veía la multitud como individuos, cada uno con su historia, y todos necesitados de lo que Él realmente vino a ofrecer.

Me supongo que habría mucha bulla, pero que sobre el ruido de la muchedumbre hubiese podido distinguir el clamor patético de un hombre a mi derecha, un poco más adelante. A medida que avanzábamos, el volumen aumentaba, insistiendo con cada vez más fuerza: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!”. Pude distinguirle al borde de la carretera, sentado en el suelo, sucio, implorando con el alma: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”. Ya habíamos llegado a la altura donde estaba, pero el Señor parecía no verle. Yo creía que Jesús iba a pasar de largo. Me invadió una sensación de pérdida irreparable. El ciego estaba perdiendo la oportunidad de una vida. Jesús quizás nunca más pasaría por este camino. ¡Nunca más se presentaría una ocasión como esta! Creía que Jesús iba a continuar caminando con sus ojos puestos en una meta que yo no veía, y muy dentro de mí surgió un llanto que me sorprendió. Lloraba por todas las oportunidades perdidas, por toda la gente que había perdido su última oportunidad de salvación. Creía que todo estaba perdido cuando, de repente, Jesús paró.

No hizo falta que yo le dijese a Jesús que atendiera al ciego. Jesús ya sabía lo que iba a hacer y cuándo. Su momento no coincidió con el mío. Cuando yo creo que ya no hay nada que hacer, Jesús puede actuar. “Entonces Jesús, deteniéndose, mandó llamarle”. El hombre era ciego. ¿Por qué no vino Jesús a él? El hombre ya había clamado, pero el Señor quería que pusiese pies a su oración. Tuvo que tomar un poco más de iniciativa. Tuvo que levantarse e ir caminando a Jesús. No podía ver, pero sí podía caminar, y el Señor pidió que hiciese lo que era capaz de hacer. Viniendo a Jesús ya estaba posicionado para seguirle. ¿Qué pasos está pidiendo Dios que tú tomes?

El hombre no vino solo, sino acompañado. Alguien le trajo a Jesús. Esto es lo que hemos de hacer con todos los casos imposibles, traerlos a Jesús. No tenemos que explicarle nada al Señor, ni decirle lo que tiene que hacer, solo presentar estas personas a Jesús en oración. El Señor sabrá qué hacer con ellos. A éste le preguntó: “¿Qué quieres que te haga?”. ¿Por qué le preguntó algo tan obvio? Porque decidir que quieres ser sano, es una decisión importante que mucha gente nunca toma. Prefieren estar enfermos con otros atendiéndoles. Ser sano implica tomar responsabilidades para ti mismo. Bartimeo estaba preparado para asumir esta responsabilidad.

“Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado”, pero él no fue a ninguna parte, sino que se quedó con Jesús y le siguió. Bartimeo tenía fe. Creía que Jesús era el Hijo de David, el Mesías, y estaba dispuesto a seguirle. Solo le faltaba la vista para poder hacerlo, y Jesús le restauró la visión. Y el Señor también te dará a ti lo que te hace falta para poder seguirle. Jesús le abrió los ojos a Bartimeo para que pudiese verle a Él. Pues a la primera persona que vio, después de obtener la vista, fue a Jesús. Y le siguió. Esto es lo que hace la persona que realmente ha sido salva: sigue a Jesús. ¿Y a dónde iba Jesús? A Jerusalén para entregar su vida para nuestra salvación. Seguramente, Bartimeo le siguió a Jerusalén y vio cómo la gente le recibía como Rey, exclamando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene!” (Marcos 11:9). Bartimeo pudo identificarse con estos sentimientos, eran como los suyos. Pero antes, venía el Calvario. ¡Qué horrible ver a Aquel que le había sanado y salvado colgado en una cruz! Bartimeo habría pensado: “¿Para esto he recibido la vista?”. Pero tres días más tarde sus ojos podrían contemplar lo más hermoso que los ojos humanos pueden ver: a Jesús resucitado.

Y estoy convencida de que Bartimeo continuó siguiéndole todo el resto de su vida. ¿Por qué lo creo? Porque el texto empieza diciendo: “Bartimeo el ciego, hijo de Timeo” (Marcos 10:46). Marcos estaba identificando a Bartimeo para sus lectores. Le conocían, a él y a su padre, quizás porque ya formaban parte de la iglesia en Jerusalén. Eran sus hermanos, bien conocidos. Los conocían y los amaban.

Después de toda esta meditación, me di cuenta de lo más obvio de la historia de Bartimeo: él encontró al Señor debido a su ceguera. Si no hubiese tenido este azote, no habría tenido la necesidad apremiante de encontrar al Señor. Su ceguera fue el medio que Dios usó para su salvación. Lo mismo se puede decir de todos nuestros problemas, sobre todo, de los que no tienen solución humana. Clamamos a Dios con todo nuestro ser, como hizo este hombre, y encontramos cómo el Señor actúa de una forma insospechada. La bendición es tan grande que supera el problema inicial. Terminamos dando gracias a Dios por haber tenido este problema tan angustiante, porque ha conducido a nuestra salvación; o si ya somos salvos, a nuestra santificación. Encontramos y conocemos al Señor de una manera en que nunca lo habríamos encontrado o conocido si no hubiésemos tenido esta aflicción.

¡Gracias a Dios por las penas que nos llevan a Jesús! Por eso Dios las ha permitido en nuestras vidas: para llegar a Él, para conocerle y para conseguir más intimidad con Él; para que Dios sea glorificado por lo que ha hecho por nosotros y en nosotros. ¡Bendito sea Dios por la hermosura de sus caminos!

Margarita Burt