¡Es urgente que reacciones con firmeza ante tu propio pecado…!
¿Eres de las personas que lee los efectos secundarios de los medicamentos? Yo a veces lo hago, no siempre, pero cuando lo hago acabo pensando si no será peor todo lo que la medicina me puede provocar, que aquello que pretende sanar. Lo de los efectos secundarios es terrible… Por esa razón, la mayoría de las veces no los leo… Sin embargo, los efectos secundarios, cuando no somos conscientes de ellos, nos cogen por sorpresa, y podemos llegar a encontrarnos en una situación difícil, incluso peligrosa. Lo ideal sería ser conscientes de ellos y tomar nuestra decisión con la información correcta, pero, ciertamente, la mayoría de las veces preferimos ignorarlos.
Hay, sin embargo, unos efectos secundarios que haremos bien en tener muy claros, porque sus repercusiones son mucho más profundas que las de cualquier medicamento que podamos consumir. Me refiero a los efectos secundarios del pecado en nuestra vida.
Al leer a los profetas del Antiguo Testamento veo cómo Dios, una y otra vez, sin descanso, advierte a Su pueblo de las consecuencias de su infidelidad, de los efectos secundarios de su pecado. Porque el pecado no es inocuo, no lo era entonces y no lo es ahora. Es un bocado aparentemente dulce que va envenenando a la persona indefectiblemente hasta provocarle una seria enfermedad que le impide acercarse a Dios, el único verdadero lugar de descanso y la cura definitiva. No te engañes, tu pecado tiene consecuencias, y tu Dios hoy quiere avisarte de ellas; mi Buen Padre quiere avisarme de ellas.
“Ni la era ni el lagar los alimentarán, y el mosto les faltará” (Os 9:2). El pecado trae escasez a mi vida, a pesar de su promesa de abundancia. Cuando me permito obrar en contra de la voluntad de Dios siento el hambre real que viene de haber abandonado al Pan que descendió del Cielo para darme vida, porque, si soy hija de Dios, necesito “toda palabra que sale de la boca de Dios” para mi subsistencia. El pecado me deja hambrienta y sin fruto.
El pecado me hace salir del precioso lugar del encuentro con Dios. “No permanecerán en la tierra del Señor…” (Os 9:3a). El pecado me obliga a “emigrar” de mi satisfactoria relación con Dios, porque “qué comunión tiene la luz con las tinieblas”. Me es imposible tener intimidad con un Dios Santo cuando mi vida le ha vuelto la espalda, y me tengo que conformar con mirarlo a la distancia.
El pecado me impide absolutamente la vida de culto. “No harán libaciones de vino al Señor, ni le serán gratos sus sacrificios… no entrarán en la casa del Señor” (Os 9:4). Sí, podré ir a la iglesia, podré participar de los servicios de adoración, podré incluso elevar mi voz en medio de mis hermanos; pero sabré con meridiana claridad que en realidad soy una extraña, que mi pecado me ha quitado todo el derecho a estar ahí, que el Señor Jesús no quiere oírme hasta que solucione las cosas, “si cuando llegas al altar te das cuenta…” deja allí tus apariencias de piedad y arregla las cosas con Quien más te ama.
“…Todas tus fortalezas serán destruidas…” (Os 10:14). El pecado me va a dejar destrozada, no hay pecado pequeño. Cualquier cosa que me aleje de Dios me destruye por dentro y también por fuera, al final. El pecado coge “la vida abundante” y “los ríos de agua viva” que Jesús había empezado a instalar en mi vida y los convierte en un desierto seco y ardiente, que se hace cada vez más desolador.
No nos engañemos, el pecado es terrible, espantoso, produjo el gran cataclismo del Edén, por aquella “pequeña desobediencia sin importancia” de nuestros primeros padres. Y tu pecado no es menos dañino y horrible, mi pecado no es menos repugnante y vomitivo ante Dios, por “pequeño e insignificante” que sea. Por eso es urgente que reacciones con firmeza ante tu propio pecado, que pidas a Dios fuerza para alejarte de él, sabiduría para detectarlo a tiempo; Su mirada para odiarlo “de todo corazón”.
Pero, incluso cuando caigo, cuando sufro las consecuencias de la caída, cuando, por Su Espíritu me vuelvo a Él, encuentro a un Dios bondadoso, lleno de amor generoso (Os 14:4) dispuesto a “curar esos efectos secundarios” y volver a saciarme, dispuesto a volver a la intimidad conmigo, deseando volver a hacerme disfrutar de la vida en comunidad; un Dios que con gusto se dispone a restaurar una vez más mi vida dañada por el pecado.
Sí, el pecado es dañino, es peligroso, es espantoso. Es necesario que estemos alerta porque hay un “león rugiente que busca a quien devorar”. Y la mejor manera de luchar contra él, es poner todo de nuestra parte para acercarnos cada día más a Jesús, de manera que Su Espíritu nos ayude a no caer y, cuando caigamos, recordemos que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”.